
Antonio Lao
La agricultura de Almería y los aranceles
Grandes viajes, estupendas aventuras y vidas muy intensas. Esa pose vende y, más importante aún, da seguidores y “likes” en las redes sociales. El problema es que, además de ser mentira en muchos casos, nos ha ido alejando de lo sencillo, de lo vulgar.
Hay una belleza modesta en las cosas simples. El olor a café y pan tostado por las mañanas, un botijo con agua fresca en verano o un bocadillo de chorizo envuelto en papel de cocina son cosas realmente hermosas, pero poco valoradas. Será, tal vez, porque no destacan, porque no monetizan y porque no se convertirán en tendencia.
Estamos condicionados para desear lo excepcional hasta tal punto que hemos ido perdiendo la capacidad de emocionarnos con lo más cercano y básico. El tacón de aguja queda maravillosamente bien, sí. Pero esos tenis viejos que no aprietan… ¡qué cómodos resultan! Igual pasa con aquel vaquero que estiliza tan bien nuestra figura, pero que, en el fondo, nunca podrá competir con el chándal que no aprieta. Con las personas ocurre algo parecido. Hay quienes quizás no saben combinar bien los colores ni dar grandes discursos en público, pero siempre están ahí y no fallan nunca. No son tendencia, pero perduran. No brillan, pero iluminan. Lo vulgar, en definitiva, es la base. Lo complejo, lo sofisticado e incluso lo extraordinario resultan ridículos si no se construyen sobre la más absoluta simpleza y cotidianeidad. Las relaciones, los proyectos y la vida misma no se forjan a base de épica, sino de vulgaridad vestida de rutina y cariño inadvertido. Si lo vulgar se ha convertido en sinónimo de grosero es porque nuestra cultura ha aprendido a despreciar lo corriente. Parece que lo que no vende, lo que no es fotogénico, estorba. Y así convertimos lo básico en invisible, y lo invisible, en prescindible. Pero lo vulgar —lo común, lo sencillo, lo que no presume— es el suelo firme sobre el que se construyen los días buenos y también los difíciles. Es la voz que te pregunta si has dormido bien, el mantel de cuadros de la cocina, las zapatillas de andar por casa.
Tal vez debiéramos volver a mirar lo que nos parece irrelevante. Quizás tendríamos que dejar de pedirle espectáculo a la vida y empezar a agradecerle su ternura discreta. Porque, quizá, lo más importante no sea vivir experiencias inolvidables, sino cuidar lo que nunca olvidamos porque siempre está: eso que llamamos rutina, y que, en realidad, es nuestro hogar.
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