
Paseo Abajo
Juan Torrijos
¡Quería venir a Almería!
En un país que se enorgullece de vivir bajo un régimen democrático desde hace más de cuatro décadas, sorprende —y duele— constatar que uno de los pilares de la libertad de expresión, la literatura, no ha sido realmente democratizado. En España publicar en los grandes circuitos es un acto reservado a unos pocos, y ser leído una cuestión de redes, contactos y capital simbólico. La democracia literaria, en esencia, es aún una promesa incumplida. Desde la transición, se ha defendido la idea de que la cultura en España es plural, abierta y accesible. Pero en la práctica, el sistema literario opera como una maquinaria cerrada, casi aristocrática, donde las editoriales de prestigio funcionan como cortes que validan o silencian voces. Las grandes editoriales raramente arriesgan por voces nuevas. Mientras tanto, los premios literarios más mediáticos son concesiones corporativas que responden más a estrategias de mercado que a criterios literarios. La pregunta filosófica es ineludible: ¿Puede una sociedad llamarse libre si sus voces literarias surgen de las élites? Es revelador observar cómo los autores que emergen desde márgenes geográficos o sociales deben recurrir a la autoedición, a la escritura en redes sociales o a la precariedad más absoluta para intentar ser escuchados. Y aún así, sus voces apenas traspasan los muros de la que siguen considerando “literatura seria”, aquella que viene validada por los canales tradicionales. Esta situación debería preocuparnos profundamente, porque la literatura no es solo arte: es también una herramienta de pensamiento, y una forma de resistencia. Cuando esta herramienta se encuentra monopolizada, también lo está la posibilidad de transformar el pensamiento colectivo.
La solución no pasa solo por subvenciones o becas sino por transformar la forma en que concebimos el ecosistema literario: fomentar editoriales verdaderamente independientes, abrir espacios de crítica alternativos, cuestionar la centralidad de Madrid y Barcelona, y, sobre todo, educar a nuevas generaciones de lectores críticos que valoren la pluralidad de voces más allá de lo mediático. Quizá la democracia literaria sea aún una utopía, pero como decía Gramsci, “el pesimismo de la inteligencia debe equilibrarse con el optimismo de la voluntad”. Y escribir, a fin de cuentas, sigue siendo un acto profundamente político.
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