A Vuelapluma
Ignacio Flores
Ya mismo lo estreno
Cada gesto que hacemos, desde una mirada furtiva hasta el modo en que nos dejamos caer en una silla, es un mensaje en sí mismo. Y, aunque solemos ser conscientes de lo que decimos verbalmente, rara vez prestamos atención al lenguaje no verbal, esa danza de movimientos que ejecutamos de forma permanente. A decir verdad, nos pasamos el día lanzando pistas sobre lo que pensamos, sentimos e, incluso, aquello que intentamos ocultar.
Pero ¿cómo funcionan los engranajes de nuestro cerebro en todo esto? Detrás de cada gesto espontáneo está el sistema límbico, un auténtico motor emocional. Y, dentro de este sistema, brilla con luz propia la amígdala, siempre alerta para identificar amenazas, aunque a veces se pase un poco de dramática. Es esa pequeña estructura la que nos hace levantar las cejas ante una situación sorprendente o cruzar los brazos si algo no nos gusta. La amígdala no negocia ni medita: actúa. En cuestión de milésimas de segundo, ejecuta. A veces, solo a veces, al sistema prefrontal le da tiempo a filtrar un poco y nos permite mantener la compostura. Esa sonrisa forzada frente al jefe incómodo o al cliente sin gracia es obra de esta región de nuestro cerebro que, seamos honestos, nos ayuda a ser políticamente correctos y a subsistir en entornos civilizados. Sin ella todo sería bastante más salvaje.
Amígdala y corteza prefrontal bailan como pueden al compás de músicas distintas. La primera es fuente de alarma constante, mientras que el prefrontal, más tranquilo él, intenta serenar las aguas y proyectar calma y confianza, aunque por dentro sintamos lo contrario.
Sin embargo, el cuerpo no solo refleja nuestras emociones, sino que también funciona como una herramienta de conexión con los demás. En esta tarea, las protagonistas silenciosas son las neuronas en espejo. Estas poderosas células se activan tanto cuando realizamos un gesto como cuando observamos a alguien hacerlo. Son las responsables de que conectemos con quien tenemos delante mientras ríe, llora o, incluso, bosteza.
En cualquier caso, entender esta coreografía de emociones y gestos no solo nos ayuda a ser más conscientes de lo que proyectamos, sino también a leer mejor a los demás. Porque, en el fondo, cada mirada sostenida, cada inclinación de cabeza o cada ceño fruncido es un mensaje que, queramos o no, lanzamos al mundo. A veces lo susurramos y, otras, lo gritamos sin poder, siquiera, evitarlo.
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