La mirada zurda
¿Qué es la suerte?
Si alguien tradujera este artículo al inglés, caso altamente improbable, tendría un problemilla con el titular, porque los hijos de la Gran Bretaña tienen la misma palabra, “lobster”, para nombrar a ambos crustáceos. En Almería, por el contrario, tenemos dos nombres para el bicho de las pinzas: bogavante y sastre. Me gusta más la langosta, de carne más fina y elegante, aunque reconozco que las pinzas del sastre tienen una textura fantástica y gran sabor. Recuerdo las enormes tijeras de un bogavante de cinco kilos y medio que tenían en el acuario de La Costa allá por 2010 y que sacamos en un programa de Localia TV.
Lo malo es que ahora la mayoría de los bogavantes que se venden son de piscifactoría. Sin embargo, tiene una magnífica prensa el arroz de bogavante. Por cierto, sería más correcto decir “con” bogavante y, sobre todo, hacer el sofrito y el caldo con gamba roja fresca y luego añadir el bogavante troceado minutos antes de apartar el arroz. Si se usa el bogavante para hacer el guiso queda la carne seca y, además, da poco sabor sobre todo si es de piscifactoría. ¿Por qué, entonces, no hacer directamente arroz con gambas? Porque suena más lujoso y se puede cobrar más caro; de hecho se cobra caro aunque los crustáceos de piscifactoría sean bastante más baratos. Con gamba roja mediana, sobre todo si se consigue de “reful”, o sea con las cabezas algo rotas, el arroz sale a mitad de precio.
De todas formas, repito que me gusta más la langosta, sencillamente hervida el tiempo justo: 7-8 minutos por kilo. O a la brasa, pero con cuidaico; lo mejor es pincharle la sonda y que no pase de 50 ºC en el centro de la carne. Le dedico esta penúltima columna, antes de tomarme las vacaciones de Feria, porque el otro día tomamos una excelentísima langosta en la Taberna Añorga. Una hermosa rodaja rebozada, en su punto exacto de cocción y muy sabrosa, sobre una torrija de ajo y acompañada por una mahonesa de yema y aceite de oliva virgen extra, recién hecha, más una cucharadita de caviar. Una combinación muy lograda. El caviar es un adorno que no estorba -¡faltaría más!- pero del que se puede prescindir sin que sufra el conjunto. O tomárselo aparte en una cucharilla de nácar (las que usaban los “shas” de Persia eran de marfil, pero está prohibidísimo). Y como vino, cualquier blanco, seco y de alta calidad: champán, manzanilla, godello, albariño con crianza, chablis…
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