Incienso, canela y limón

Le despertó el aroma del café recién hecho, y el tenue olor a canela característico de la repostería de esta época. La noche anterior estuvo de procesiones, bueno ir de procesiones para ella era un eufemismo. En realidad nunca había participado activamente en esas muestras de devoción pública, lo que hacía junto con sus amigos, era seguirlas por las intrincadas y angostas calles del centro de la ciudad, haciendo paradas en los numerosos bares y tabernas que circundaban el itinerario. El espectáculo era irreal, el olor a incienso, a cera derretida, la luz tintineante de las velas encendidas, y el sobrecogedor sonido de los tambores, parecía una escena sacada de otro tiempo. De pequeña acompañaba a su abuela en estos actos de fe. Su abuela era una ferviente devota del Cristo de Medinaceli, y asistía a todos los actos religiosos de la semana santa, en una especie de trance que iba del Jueves Santo al Domingo de Gloria. En esos días no se hacía nada en casa que no fuera descansar, comer y arreglarse para participar en cuantos servicios religiosos se desarrollaban en la Iglesia de su pueblo. A ella lo que más le gustaba era la ausencia de normas, la libertad para entrar y salir a cualquier hora del día o de la noche, siempre que hubiese una procesión desfilando por las calles de su pueblo. Ni que decir tiene que tener la despensa llena de comidas apetitosas era otro de los atractivos de esta época. Leche frita, roscos, pestiños, arroz con leche, bacalao frito, boladillos, ensaladilla rusa, y muchas otras exquisiteces, se exhibían allí sin control horario para su degustación. El tema de la alimentación era crucial: unos días se ayunaba, otro se comía a deshoras para poder comulgar, y sobre todo se trasnochaba siempre. Cuando se fue a estudiar fuera y abandonó la casa familiar, dejó de participar en estas tradiciones, aprovechando las vacaciones para viajar, lo que hizo que ese despliegue de fe y cultura culinaria, se quedase anquilosada en un rincón de su memoria. Este año había decidido volver a su pueblo y pasar estos días con su abuela, ya anciana y un tanto desmemoriada. Observaba la gente bien vestida, algunos como si de una boda se tratase, otros más recatados se contentaban con ir elegantes, pero informales, como una canción de moda de los años ochenta. No acababa de entender a esas personas que no pisaban una iglesia a lo largo del año, y ahora se aferraban llorando desconsoladas al paso de la Virgen o al de Jesús crucificado. En realidad lo que echaba de menos y lo que vino a buscar era su hogar de antaño, el olor de los dulces, el calor de la familia, la abuela corriendo de un lado a otro de la casa buscando una peineta. Quieres un pestiño, abuela? Le preguntó cariñosa, mientras ella, como ausente y sorprendida, lo miraba todo desde la butaca junto al ventanal de un salón impregnado de aromas a incienso, canela y limón.

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