
A Vuelapluma
Ignacio Flores
¿Por qué 101 lobos?
Gafas de cerca
Es insensato pensar que uno tiene toda la razón cuando discrepa o se enfrenta a otra persona, y dejemos de lado a los que van a por ti y los tuyos. Ignorar los intereses y los rencores de nuestros rivales es hipócrita. Este es un ladrón, esta es una apesebrada, aquellos otros son unos colgados, tal tipo es un fascista por mucho que quiera a sus hijos, esa político miente hasta la náusea. Todo lo cual puede ser verdad, porque el mal existe, y suele ser una coartada de los sepulcros blanqueados. Han ido surgiendo a lo largo de la historia de nuestra privilegiada especie los mandamientos de los dioses que nadie ve, o los derechos feudales –el de pernada, tan invisible–, y han transitado a sistemas dignos en algunas partes del planeta hacia códigos civiles y penales, con leyes y castigos, o principios y barreras como la presunción de inocencia.
Ignorar nuestras propias maldades para atribuir todo mal a otros no sólo es natural –vale decir animal–, sino que es la esencia del abuso de poder de pocos sobre una inmensa masa de desgraciados, que constituyen la carne de cañón del más lamentable artefacto humano, la guerra, donde los llamados soldados desconocidos y las violaciones masivas han sido la argamasa de la que están hechos muchos padres de la patria. Esos salvadores de los muertos, y adalides de vivos condenados a la miseria o la sumisión (que, de eso, es de temerse, se trata). Héroes deificados en mármol que simbolizan lo peor de cada comunidad, raza o cualesquiera otros conceptos y ficciones tan intangibles como los propios dioses. Invisibles o vitoreados. Algunos, dignos jefes de los suyos. Algunos.
Tener un enemigo religioso, militar o, salvando las distancias, político, o sea, odiar “al otro”, es el trasunto sofisticado de la crueldad de los animales; los otros animales, los que no leen ni escriben, los bichos de los documentales de la 2, que también se reparten entre pocos depredadores y muchas presas cuya vida consiste en evitar ser devoradas. El hombre es un lobo para el hombre, dijo alguien, y sobre todo lo ha sido para la mujer, más en tiempos de sangre y fuego. De eso hablamos poco. Recuerdo con espanto aquella escena de Dos mujeres, de Vittorio de Sica, basada en la novela La Ciociara de Alberto Moravia, en la que el personaje de Sophia Loren y su hija adolescente sufren una violación masiva –las llamadas marrochinate– por parte de una manada de goumiers, soldados coloniales norteafricanos del ejército francés. Un ejército aliado que ya no temía a las diezmadas tropas de Hitler. El horror, el horror.
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