Opinión
Las uvas de Isabel y Pedro
Una foto de Leocadio Marín y Rafaela, su mujer, abría la entrada de su casa, que miraba hacia el espléndido paisaje de Las Montalvas, captada en un instante que parecía cromada de futuro. Yo, en la etapa final de su vida aprecié ese converger con él, lejos de todo lo que la política había encendido, en la quietud de su Baeza natal.
Quien le conoció sabía de su característica discreción política, no de esa política de ibuprofeno de ahora. Aunque también en su época los hubo oscuros, a los que resistió con numantina defensa, como bárbaros acechando siempre la frontera, resistiendo al manoseo de la política provinciana. Él, discretamente, los silenciaba frente a Madrid con su estilo profesoral, personal y digno, heredado de su maestro, Tierno Galván.
Fue Presidente de la Diputación de Jaén y a punto estuvo de ser Presidente de la Junta de Andalucía en lugar de Manuel Chávez, pero sufrió el daño colateral que suele tener la política; también fue Presidente Nacional de la Cruz Roja, Delegado del Gobierno en Andalucía, Consejero de Agricultura, Presidente del Consejo Escolar de Andalucía y alcalde de Baeza, donde en nuestros esporádicos encuentros compartíamos tertulias y cafés, en este momento preciso en el que la política está siendo saqueada por la corrupción e invadida por el bullir de las redes sociales., que le superaban.
Una tarde, bruñido por su discreto silencio, consciente de que el dolor a causa de su enfermedad era solo dolor y lo único que podía hacer era respetarlo, me habló de la existencia que acecha a la mañana siguiente de una noche feliz, y lo hacía con una voz que yo presentía como el rugido de su enfermedad callada, pero yo que intuía como el timeline vacío de un twitter, como si toda urgencia de futuro se estuviera borrando.
Hasta en su enfermedad, en vez de desesperación, manifestó discreción, ese don misterioso que la vida concede a algunas personas y que fluye de sus cuerpos. Gente como Leocadio Marín limpiaron el caldo grueso de la política del momento y permitieron que, con su estilo, muchos aprendieran la dignidad de servir a la política.
Un martes de primavera por un cielo cargado de azul se coló toda la muerte del mundo, como el fusible final de su lacerante silencio. Días pasados me contaba un amigo que en aquel tanatorio de Baeza, en torno a su féretro, había cientos y cientos de flores dejadas allí en su honor y, en la calle, miles de personas guardaban respetuoso silencio por este hombre que inoculó de discreción la vida política. No pude estar en su entierro, pero en el caminar con él por las calles de Baeza yo aprendí que, cuando caemos, no estamos solos.
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