Una raya en el mar
Ignacio Ortega
Plaza Pavía
Quizás el último petardo pirotécnico de “Ramses” en La Térmica fuera el último aullar de lobos del fondo de nuestro ser, nuestro último quejido, la última herida tras placenteros sorbos por los ambigús de la ciudad y el tormento cansino de los locutores del recinto ferial vendiendo loterías, que son los intersticios por donde nos hemos extraviado y hemos dejado cicatrices, que a unos salva y a otros abisma. Lo cierto es que no necesitábamos el incendio de tantos días de feria, quizás nos hubiese bastado el primer día la chispa de “Cooltural Fest” en la playa para vivir noches cromadas, y otra noche bullendo en la divertida fiesta final en la playa con “Sanguijuelas del Guadiana”, ignorando que ningún placer está exento de dolor o que los desgarros del final de feria hay quien los confunde con los quejidos de la muerte.
Imagino que para muchos la feria es eso, un grito de guerra al heroico esfuerzo de sobrevivir a nueve noches sin horas, abrazos sin tiempo entre los hedores de un recinto ferial de donde hasta los pájaros huían a cagarse en la tranquilidad de los parques infantiles.
Hay quien, desde el espectacular encendido de luces, se ha enfangado en una salvaje huída de olvidos, aprovechando la ocasión para empapar sus hígados en alcohol y viajar a un tiempo donde el tiempo no corre. Hay gente que la ha vivido hasta el último petardo flotando entre el calor africano de este verano y ese filón de excesos guardado para estas fechas, como si necesitaran un empujón, un incendio más en su interior para rematarse en esa conjunción extraña que deja la vida en las telarañas del tiempo. Al día siguiente del último petardo en la Térmica la brisa del mar de el Zapillo sonó más alegre. Hasta los pájaros sabían que sus trinos iluminarían de esperanza los parques de la ciudad, aunque nosotros, torpes aún, anduviéramos con la cabeza aturdida, perdidos en aquellos momentos que ahora nos parecen estar hechos de agua y verano. Pero la feria en su serial anual de cada agosto nos advierte que el tiempo pasa, que la feria es sólo un chispazo para alejar de nosotros lugares habitados por la nostalgia o la rutina, el lugar exacto para agazapar promesas jamás cumplidas, la medida precisa, necesaria para protegernos el resto del año de la rutina que nos espera, del fanatismo de las redes sociales, de la basura televisiva, de los tertulianos políticos o de los vestigios cavernícolas que vaticinan una España en negro.
Y, si aún así no bastara la inmensidad de este mar prometedor que nos invita a vivir ni esta luz que nos une, siempre nos quedarán los amaneceres del Cabo de Gato o las noches cálidas de Almería en otoño donde los cielos se inflaman de estrellas para carpir de esperanza las heridas de la última feria. Y volver a casa flotando hasta el año próximo en el baño fosforescente que nos deja el pensar que la vida, como la feria, va a ser siempre así.
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