22 de octubre 2024 - 03:06

Hace 2800 años en la Odisea se cuenta que Ulises, rey de Ítaca, al volver de la guerra de Troya se vistió con harapos de mendigo porque no quería ser reconocido y se sentó a la puerta de su casa. La gente al pasar le miraba despreciativo. Homero cuenta que el corazón de Ulises le ladraba por dentro. Como en la leyenda de Homero cualquier crisis económica, como si fueran guerras, puede convertir nuestra vida profesional en un naufragio y arrojarnos al frio de la pobreza, o la miseria, que es la última forma de vivir peligrosamente. De poco ha servido el “escudo social” del Ingreso Mínimo Vital o las subidas del salario mínimo cuando el reciente informe del Centro de Investigación Económica de la Comunidad de Valencia (IVIE) y la Fundación Ramón Areces advierte que la brecha entre ricos y pobres es cada vez más profunda. Hay en esta ciudad cientos de personas a las que aplaudir, gente que vive en condiciones oscuras y salvajes, que corre a diario el maratón de la supervivencia en la calle, que se desvive y hace equilibrios para llegar a fin de mes; gente que grita “no puedo más” porque sabe que no hay odisea mayor que vivir al borde del abismo y sobrevivir en esa miseria tan digna como es la del pobre con nómina o la del hijo amparado por la pensión de sus padres o abuelos. Es probable que todos ellos, como los que vagan por la ciudad con zapatos de andar por ahí y un carrito lleno de bolsas, que es todo su capital y cuyo único cielo es la bóveda, piensen que pobres, pobres no son; que pobres son solo quienes se hunden en pateras o malviven porque desde pequeños han oido que la vida es trabajar, no para vivir, sino para intentar vivirla.

Seguramente esos mendigos y aquellos otros instalados en la resignación forman parte del reciente informe sobre la pobreza donde, en ciudades como Almería, son menores las oportunidades de renta disponible, existen mayores desigualdades con graves bolsas de pobreza en sus barrios donde los poderes públicos de la ciudad deberían priorizar en sus agendas y grabar una esperanza. Es probable que mañana olvidemos a todos los empobrecidos que se nos cruzan por la ciudad, como olvidamos las cifras de los pobres que cruzan el Estrecho, porque estamos hecho de materia tan frágil, tan maleable que, para mantener al margen nuestro ego, nos refugiamos en la nostalgia pedestre del pasado como si fuera una foto fija, homogénea y congelada que sólo enfoca lo que sirve a nuestra conveniencia. Y porque algo nos empuja a sobarle el lomo a nuestro insaciable yo.

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