El Greco en Santo Domingo

20 de febrero 2025 - 03:08

En otras ocasiones me he ocupado en estos artículos semanales del conjunto decorativo de El Greco para la iglesia de Santo Domingo el Antiguo de Toledo, uno de los más brillantes de la Europa de aquel tiempo. El Museo del Prado dedica ahora una pequeña exposición –como si se tratara de una muestra monumental, en la galería central de la pinacoteca, con la arrogancia acostumbrada de muchos de sus conservadores, acostumbrados a materializar sus caprichos grandilocuentes y ocurrencias, bobas en ocasiones- con ocho de las nueve pinturas que el cretense pintó entonces, pero, claro está, sin poder contar con la maquinaria retablística que las enmarca, parida también por él y acaso la más bella y revolucionaria de cuantas se hicieron en la España de la época. Fue el primer encargo importante que recibió en su vida El Greco, que ya lo tenía atado antes de llegar a Toledo en 1577, por su amistad en Roma con el hijo de don Diego de Castilla, deán de la catedral. El artista, que se había formado en Venecia, asimilando su gran estilo renacentista, concibió tres grandes retablos con una arquitectura palladiana, limpia y monumental, dorados en su totalidad, en los que insertó nueve cuadros verdaderamente extraordinarios, acaso lo mejor y más original de cuanto se pintaba en la Europa del momento. Era la primera vez que El Greco se enfrentaba con un encargo así y con unos formatos tan grandes. El esfuerzo que hizo por medir sus capacidades, por dar de sí mismo lo mejor que sabía, salta a la vista. Y el impacto que debió causar en la Toledo de entonces debió ser alucinante. El empeño y las calidades conseguidas tienen una altura sideral, superando a sus maestros venecianos y abriendo una nueva época dentro del Manierismo, que le abocará, con el paso de los años, a la consecución de un lenguaje personalísimo y exaltado, apasionado y sublime. Los cuadros de Santo Domingo tienen una sabiduría estética inmensa, de un maestro consumado de toda la historia de la pintura occidental. Combina la belleza del color –con sus carmines profundos y rutilantes, sus verdes y amarillos electrizantes, sus azules límpidos, todos asimilados en Venecia-, con unas composiciones de marcado carácter bidimensional –enraizadas en sus inicios como pintor de iconos-, con clara voluntad de eliminar la perspectiva y profundidad naturalistas, y una ejecución magistral, de pincelada alada y precisa, que inaugura gloriosamente la veta brava -Lafuente Ferrari dixit- y la gran escuela pictórica española.

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