Francisco García Marcos

Felipe y el chiringuito

Comunicación (Im)pertinente

29 de junio 2024 - 03:09

Se levantó más persuadido que nunca de ser hijo del mismísimo Zeus, hermoso fruto de la pasión de este con Lamia, hija de Poseidón; ufano de ser un elegido en todos los sentidos y por todos lados, un auténtico dios entre los desafortunados mortales. Se atavió con una túnica morada y lujosa, tan votiva como las pinceladas de anaranjado líquido con las que el atardecer se fundía con el mar en calma. Dejó que su vista atravesara las personas y los lugares para deslizarse hasta el fondo del horizonte. El pasado, el presente y el futuro lo envolvían con una naturalidad rotunda, como una parte consustancial de su áurea personalidad. Es lo que tiene ser un oráculo. Terminó de merendar una ensaimada y un café con leche para ser capaz de aguantar hasta la cena. En cuanto le dio el último repaso al maquillaje y al atrezo, Felipe González tomó asiento en un trípode, sintió el calor de los focos en su frente y se dirigió con gran ceremonial al auditorio allí congregado. Con semblante suntuoso y trascendente, anunció que se disponía a revelarles la última confidencia que había recibido en exclusiva del Más Allá. Fue entonces cuando dijo aquello de que Giorgia Meloni era una gran gobernante porque aportaba estabilidad. En otras circunstancias, quizá, alguien le habría reportado que las dictaduras que le son tan grata a Meloni, en efecto, confieren estabilidad. Claro, se trata de una acepción un tanto particular de “estabilidad”, porque se corresponde al pensamiento único que no deja resquicio para la más mínima diferencia y, como es natural, todo tiene que discurrir por fuerza conforme a lo previsto en el dogma. De luego, no se puede negar que Mussolini, Hitler, Franco, Pinochet o Videla, entre otros, gobernaron con gran estabilidad, solo que fue una estabilidad férrea y macabra. Pero no sucedió nada de eso. De inmediato llegaron los primeros abucheos desde las filas del fondo, antes de que alguien lanzara una botella al escenario. Muchos de ellos parecían venir prevenidos desde casa, a juzgar por la lluvia de huevos y tomates que siguió a continuación. Después vinieron los pulgares hacia abajo, los abucheos y los gritos de “fuera, fuera”. El autoproclamado oráculo González reaccionó mirando con displicencia al público, gesto que terminó por enfurecer a todos los presentes. En vista de que algunos de los asistentes amenazaban, asiento en mano, con invadir el escenario, los camareros tuvieron que deslizar a Felipe González al otro lado telón, en busca de la puerta trasera de salida.

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