La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Acurrucado en su cojín bajo un tímido rayo de sol, parecía una suave bolita de lana. Era uno de esos momentos plácidos en los que reinaba la paz en la casa, todos se habían ido a sus quehaceres y él podía disfrutar de la soledad meditando sobre los temas importantes de la vida que le había tocado conocer. En la larga saga de su estirpe se había llegado a la conclusión de que la estupidez humana no tenía límites, dirimir sus conflictos mediante la violencia era una de sus equivocaciones míticas y repetitivas. Lo cierto era que, desde que Caín descubrió que un simple hueso descarnado podía convertirse en un arma letal, sus descendientes no habían cesado de idear formas perversas de eliminación del adversario. Y no sería porque los filósofos griegos no incidieron en el grave error que cometían resolviendo sus cuitas mediante la guerra y no a través de la inteligencia. Más de dos mil años después de Sócrates, la civilización más avanzada, la cultura más desarrollada y con los mayores conocimientos científicos de la historia conocida, no habían conseguido extirpar la salvaje brutalidad que anidaba en algunas personas. Echó una cabezadita y cuando despertó vio a Jorge, había encendió aquella pantalla gigante en la que se veían las imágenes más atroces que hubiese podido imaginar, y sintió una violenta repulsa por esos seres que eran capaces de matar niños de todas las formas imaginables: cuerpitos destrozados en brazos de padres rotos de dolor, bebés esqueléticos mostrando su rostro moribundo junto a una madre con la mirada perdida, la imagen dantesca del infierno tal y como lo describiera Dante. Hombres, mujeres y niños, victimas de feroces fauces sedientas de sangre eran eliminados ante los ojos atónitos e imperturbables del resto de la humanidad. En ese momento agradeció a su dios ser solo un gato, por nada del mundo quería compartir los genes con esas fieras indómitas. Jorge seguía sentado en su moderno y cómodo sillón con un buen “güisqui” en un vaso finamente tallado, regalo de su último cumpleaños. Las imágenes que daban en el informativo no hacían juego con la decoración de la sala, rompiendo el equilibrio y la estética de la casa e intranquilizando su delicado Karma. Tampoco hacían juego con su ética, tan laxa que no se inmutaba mientras no le salpicase la sangre. Asqueado, saltó de su confortable cojín, salió a la calle por la gatera, que para su mayor comodidad le habían dispuesto en la verja del jardín, y se fue para siempre lejos de aquellos seres que mientras acariciaban y mimaban a un gatito persa, dejaban al mundo desplegar toda su inhumana crueldad.
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