Luces y Razones
Antonio Montero Alcaide
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Cuenta Silverio en su Rastro que Goya visitó con su amigo Ceán Bermúdez, pintor e historiador del arte, el Monasterio de San Jerónimo en Sevilla, y que allí se le quedó la boca abierta con el San Jerónimo de Pietro Torrigiano. Tanto estupor y admiración le causó que afirmó no haber en España otra escultura que superara a esta.
Nada de lo que nos dijeron en el instituto nos sugirió que esta escultura o que su autor existieran. Prefirieron antes hablarnos de Martínez Montañés, de la Giralda o del retablo gigantesco de Dancart. Por eso algunos no sabrán que este san Jerónimo –¡el mejor de los santos y efigies de España!– está aún más cerca, en el Museo de Bellas Artes. Es esa figura de rostro ancilar que reposa en el centro de una de sus salas, en una pose que a ojos modernos y enfermos de TikTok bien podría ser un intento de selfie o un asana de yoga.
Torrigiano, que murió en Sevilla, estudió en la Florencia de Lorenzo el Magnífico, el narigudo sol que guio a Maquiavelo. Allí coincidió con Miguel Ángel, y es él quien protagoniza una de las más sintomáticas anécdotas de la memoria sevillana, que es tan suya que se apropia de todo lo que puede y encuentra su escenario en todo el mundo y es muchas veces prestada, porque Sevilla es pobre y curiosa, y más que sol es luna, un astro hermoso y melancólico y enfermo que parece no brillar sin el brillo y la mirada de los otros.
Torrigiano, en fin, debía morir aquí, porque su mayor gloria la obtuvo hurtándole a otro un cachito de su gloria. En una pelea, con un veloz puñetazo, ¡tacca!, le talló la nariz a Miguel Ángel, y le dejó esa nariz de boxeador por la que todos lo conocemos, llena de polvo, de pringue, de tormento y de éxtasis.
Lo más que hizo a ojos del mundo nuestro escultor prestado fue la nariz del gran maestro. Nada, ni siquiera su San Jerónimo, supera ese golpe magistral, esa esfinge, ese instante en que sus manos, sin siquiera un cincel y un martillo, vieron en su rostro, como en un bloque de mármol virgen, ángulos perfectos y secretos. Cuando vemos los retratos de Miguel Ángel deberíamos imaginarnos una cartela que indicara: “Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni (Caprese, 1475 –Roma, 1564). Torrigiano. Técnica mixta”.
Hablaba hace poco Carmen Camacho sobre los sevillanos típicos, sobre quiénes pensamos que son y quiénes deberían ser o son en realidad. Es difícil sernos. No está mal que en esta ciudad fuera a morir también este escultor tan esquivo y tan proteico, autor de tumbas de reyes, mercenario en Italia, conquistador de la piedad y la rabia, creador de la mejor escultura de España y del mejor rostro del arte mundial. Y muerto de hambre. Aquí estuvo.
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