Opinión
Las uvas de Isabel y Pedro
Percibo que este verano excepcional se derrumba porque algunos árboles han perdido sus hojas. Las hormigas, esos ejércitos diminutos que aparecen sobre el poyo de mi casa, han desaparecido. Las moscas se retiran y algunas insensatas aún andan corajosas sin resignarse a su ciclo. Hasta las cucarachas están en retirada, aunque también se resisten a causa de este fragor químico de calor húmedo y suciedad que rezuma la ciudad. Todo sigue igual, todo está en retirada, excepto los olivos de Tabernas, que maduran sabiamente con el calor.
Al cruzar el pavimento ardiente de la ciudad pienso que la potencia de este verano puede hacer que algún día esta ciudad entera reverbere y, en vez de esta luz prodigiosa, mute a cielos grises como cartílagos, bañados por un aire lívido y crujiente que grullas y gaviotas cruzarán para lanzarse desesperadas en busca del mar. O puede seguir siendo ese hermoso amanecer azul de otoño que espero, como la sonrisa de una mujer hermosa.
Piso esta arena de la playa empapada de sol. Busco una sombra contra este sol feroz, tosco, que pinta un convulso paisaje de la ciudad. Atacado por esta mezcla de humedad y sol de castigo bebo el sudor caliente que mana de los poros de mi piel ardiente, como si fuera una jauría que me arrasara por dentro.
Esta mañana en una cafetería frente al mar, sumido en la ingravidez de una calma chicha que no conduce a nada, espero la llegada del otoño mientras comparto migajas de cruasán con las palomas. “No le dé de comer, son ratas con alas”, me dice una señora desde la mesa de al lado. Pero a mí me gusta la energía de su picoteo, el ir y venir de acá para allá porque en ellas intuyo que el otoño está cerca. Cerca de mí dos jóvenes, tomados de las manos como si hubieran muerto, pues no hablan y no hablan porque tienen los labios ardiendo en una furiosa ocupación. ¿A qué dioses se habrán encomendado para no derretirse?
Cuando llegue el otoño haría bien en recordar dónde se esconde para buscarlo cuando me haga falta y verter en él toda la temperatura que me generó este calor. Cuando llegue el otoño los terapeutas me recuperarán de la arquitectura del verano, verán lo que queda de mi y me devolverán el optimismo de lo que no se pudo, de lo que no será, de lo que no fue.
Quizás con ese poco de optimismo que me sobre pueda desearte, a ti que me lees paciente, un otoño como una dicha, como una pompa de brisa bajo el vestido blanco de lino de aquella mujer con la que aprendí a cruzar mi juventud, cuando aún estaba vivo.
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