El Pingurucho
Adriana Valverde
Perdemos capitalidad
Recordarán los antiguos (y no tanto) del lugar cómo, hace años, encontrar determinados productos era un proceso bastante elaborado. Había que dirigirse al establecimiento adecuado y preguntar sobre aquello que necesitábamos. El tendero de turno, si no lo tenía (cosa habitual), consultaba polvorientos catálogos hasta que daba con lo que buscábamos. Y, si la cosa era realmente difícil de encontrar, el vendedor se comprometía a emprender un particular “via crucis” de llamadas a sus proveedores de confianza hasta que, casi siempre, terminaba dando con nuestro objeto de deseo. El caso es que, entre unas cosas y otras, desde que iniciábamos el proceso de compra hasta que el producto llegaba a nuestras manos, solíamos tener que esperar un tiempo considerable. Y esto se asumía sin que el la vida normal se interrumpiera.
Hoy, el mundo gira muy aprisa. Y esto no es necesariamente malo, por supuesto, pero hemos comprometido nuestra capacidad de espera. A golpe de dedo en nuestro móvil solemos conseguir casi todo lo que “necesitamos” en menos de 24 horas. Y puesto en la misma puerta, oiga. La paciencia, otrora virtud asociada a la sabiduría, parece estar en peligro de extinción.
Esperar, en esencia, es un acto de confianza. Cuando aguardamos depositamos nuestras esperanzas en que algo llegará. Pero, con nuestra prisa constante, hemos empezado a asociar la espera a la pérdida de tiempo. Y esta percepción es fruto de una sociedad que glorifica la inmediatez y nos invita a olvidar que la dilación es también un espacio fértil para la reflexión.
La espera nos recuerda que no todo depende de nuestra voluntad y que hay ritmos y procesos que no podemos acelerar. Es un recordatorio de que no todo está bajo nuestro control y de que , a veces, lo mejor es dejar que las cosas sigan el curso natural, por lento que nos pudiera parecer este.
Aguardar, definitivamente, no es una pérdida de tiempo sino un arte que hay que recuperar. Cierto es que el ritmo actual nos ha hecho más eficientes, pero también nos ha privado de los momentos de pausa necesarios para reflexionar, observar y estar presentes. Recuperar la paciencia no significa renunciar al progreso, sino encontrar un equilibrio entre la velocidad de nuestro mundo y la calma de nuestro interior. Como reza un antiguo proverbio, “la paciencia es amarga, pero su fruto es dulce”. Quizás sea el momento de empezar a cultivar ese fruto de nuevo.
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