Opinión
Reinauguración del sagrado corazón de jesús
Aunque no deba considerarse que la afición futbolera está generalmente extendida, ganar una competición como la Eurocopa no es ajeno al común -término poco usado, pero bien expresivo-, pues acapara la actualidad y se celebra con euforia -por más que esta no resulte a veces políticamente correcta, dicho sea Gibraltar-. España la ha ganado hace pocos días, frente a la selección de Inglaterra, y una de las enseñanzas de ese gran logro deportivo es que pueda afirmarse, sin omisiones ni vergüenzas del todo indebidas, el orgullo de ser español, repetir el nombre de España en lugar del inoportuno eufemismo de “este país”. Mencionar el nombre de la patria y saberse de ella sin exclusiones, auparla con la común identidad que vincula, repetir la filiación española con desparpajo y sin inhibiciones. Si bien no faltan, sin que merezcan el respeto que no ofrecen, pues además insultan y vejan, quienes manifiestan su indignación con la “puta España” y señalan como traidores a familias y jugadores del combinado nacional, de la selección española, porque residen en territorios que, para algunos palurdos recalentados, no deben considerarse españoles, aunque en sus plazas se instalen pantallas gigantes para ver los partidos y, de puertas adentro de las casas, el libre albedrío no se deje arrebatar por excluyentes y zafios desvaríos.
A esta explícita y celebrada condición de españoles se une, asimismo, otra enseñanza mayor de la Eurocopa: el triunfo de la sencillez, de la normalidad. Buena parte de los futbolistas de la selección ha crecido en hogares dignamente humildes, y sus propósitos, a poco que comenzaron a destacar como peloteros, no han sido otros que librar a sus padres de las penalidades o aprietos laborales, devolverles con creces los esfuerzos y privaciones con que sus progenitores apoyaron y favorecieron su carreras deportivas desde condiciones muy lejanas a las de actuales futbolistas de la élite mundial. El carácter inmigrante de algunos de estos padres ha dado, ay, para confundidas interpretaciones, como las de entender “racializados” a sus vástagos, o relacionarlos con los menores no acompañados. Mas estos son efectos añadidos, pues prevalece la dichosa normalidad de saberlos tan españoles como los que no se cansan de repetirlo.
En fin, ¡viva España!, sin ser fachas para quienes no lo compartan.
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