Antonio Lao
El silencio de los pueblos
Desde que la semana pasada España ganara la Erocopa, no dejo de preguntarme qué sentirán los españoles de bien, esos que piensan que sobran los inmigrantes, que «España para los españoles», que tienen que venir todos con contrato de trabajo, bien vestidos, planchados y rezando el rosario, cual españoles de bien… y si no, que no vengan. Eso de que algunos de los salvadores del honor patrio resulten ser un moro y un negro (por utilizar su misma terminología despectiva) que son «solo» la primera generación de nacidos en España (dirán ellos, que creen en la pureza de la sangre) debe ser terrible… Claro, que bien visto, desde hace mucho ha habido jeques árabes en el fútbol, de esos que desembarcaban en Marbella con cientos de súbditos y con un montón de pasta que repartir a los siempre patrióticos españoles. Estos nunca nos les han molestado. En realidad, el problema de fondo tal vez no sea el racismo o la xenofobia, sino la aporofobia, el odio al pobre. Como decía Paulo Freire, una de las peores cosas que pueden pasar al oprimido es que asuma como propio el discurso del opresor. Quienes idolatran a otros humanos por su dinero, fama o poder se sitúan justamente en este grupo. Son personas a las que no interesa nada la igualdad de oportunidades ni el hecho de que las familias de estos futbolistas hayan hecho un esfuerzo titánico por llegar a España y sacar adelante a sus familias. Les interesa solo llegar a la cima, para dar continuidad al círculo vicioso de la explotación. Conduciendo hace unos días por tierras francesas vi a un extenso grupo de subsaharianos recogiendo verduras en el campo. «No tenemos vergüenza», pensé.
A partir de ahora empezaremos a ver cómo habrá chavales de Primaria, de Secundaria o de Bachillerato llevando con orgullo camisetas de Lamine Yamal o Nico Williams, pero no seamos ingenuos. Si no abrimos en las aulas, en las familias y en nuestra vida cotidiana el debate de la procedencia, la nacionalidad, las fronteras (o mejor aún, su cuestionamiento), la justicia social y la superación de desigualdades, o esas camisetas solo traerán consigo un mensaje individualista, neoliberal al extremo: «él ha llegado, yo también quiero llegar». Si no tenemos claro el para qué, el por qué y el cómo, de nada sirve el éxito ni que sean referentes europeos. En cualquier caso, debemos estar orgullosos de la España culturalmente rica que estamos construyendo.
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