El dueño del lápiz

26 de enero 2025 - 03:09

Era un alcalde de pueblo, algo paleto, aunque muy curtido en amaños, -luego fue condenado por sus cabildeos- a quien previnieron sobre una obra ilegal que ejecutaba un familiar en suelo rústico, y que en vez de excusarla con algún tipo de tecnicismo, respondió displicente, ensoberbecido él, algo así como que “no pasa nada, aquí soy yo el dueño del lápiz”, alardeando de que ya le daría licencia sin más justificación legal que la del rancio mando de las lentejas: o las tomas o las dejas. Que su lápiz leguleyo situaba a su santo empeño por encima de las normas que rigen para el resto de los ciudadanos. Porque ese lápiz poderoso del que se sentía dueño, era, y es, con el que se redactan boletines y edictos, decretos o reglas que se supone nos deben ayudar a convivir en paz, pero un lápiz que no siempre escribe con renglones rectos, sobre ideales o aspiraciones sociales, cuando cae en mano de quien lo patrimonializa y usa, sin cortarse un pelo, para provecho de su ego o su hacienda. Por algo hay etólogos que apodan a los humanos como la “especie propietaria”: por su afán de apoderarse de cuanto nos rodea, frutos, territorio, personas y sus amores o incluso sus vidas. Como si solo mediando cierta apropiación, material o emocional, lográramos dar sentido a nuestra forma de transitar por el mundo. Y en esa clave se explican conductas como las de P. Sanchez, traficando con su lápiz -o capacidad legislativa- para improvisar leyes imprevisibles o incluso incompatibles con el programa electoral con el que se presentó y validando una deriva autocrática más clara y simple que el mecanismo de un botijo. Un comportamiento típico de quien se cree dueño de las instituciones y recursos que el Estado puso a su disposición, aunque luego lo use para alegrar sus intereses familiares o camarilleros, aunque siempre, en todos sus discursos, en todos, apelando al interés general y el bien común. Es un tipo de autócrata -sea de pueblo o de Estado- incapaz de asumir ideas como la del servir por servir o sin servirse del cargo al que acceden, y a quien le fascina que se sepa quién es el Jefe: que su lápiz es suyo y no está al servicio ajeno. Un lápiz convertido en símbolo ya legendario de lo que algún politólogo llama hoy el “Modelo Maduro”, porque distingue a quien firma lo que sea y con quien sea, sin que importe la seguridad jurídica, la igualdad o la ruina de su pueblo, con tal de mantenerse en poder.

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