Antonio Lao
El silencio de los pueblos
La condición indispensable para morir es estar vivo. Por eso, aunque sea a modo de postrera obviedad, la muerte no es sino la cesación de la vida. Siempre una cuestión de tiempo, la muerte, como escribió Saramago, aunque descalabre, desconcierte y anonade cuando, precisamente, resulta a destiempo, imprevista y casi inexplicable. Agarrados estamos a la vida, salvo perturbaciones de la voluntad, porque solo conocemos, y para nada es poco, las luces y las sombras de los días en que nos es dada la duración, y el disfrute, de la vida. Y por eso a todos, unidos por nuestra condición de mortales -mas no iguales, al cabo, en la formar de morir, sino en el definitivo estado de estar muertos-, nos ha herido, y nos seguirá hiriendo, la inesperada pérdida de quienes más parecían merecer las sencillas y dichosas venturas de la vida.
Te has ido hace muy poco, Marce -con este hipocorístico que usábamos tus numerosos amigos y el don Marcelino que, con natural y admirado respeto, era empleado por tu legión de alumnos-, cuando la vida te había abierto las puertas de la jubilación para que hicieras y deshicieras las maneras, las rutinas y los afanes de tus días. En estos, seguro es, no iba a faltar el arrobo ante las dos nietas, que eran las niñas de tus ojos hasta que la traición de la enfermedad te quitó la vista de los ojos y la razón de las entendederas. También tenías bien dispuestos tus esmeros con la mujer que ha acompañado tu vida durante décadas y no ha tenido otro cuidado, en los finales, y durísimos, días de esa vida junta que el de estar para cuanto necesitaras y aliviar los dolores del cuerpo y la inquietud del alma, aunque la conciencia hubiera apagado tu entendimiento como la vista sus luces. La conmoción de tu marcha, Marce, turba sobremanera a cuantos te conocían y querían, porque el afecto es una honda prueba del reconocimiento. Por tu dedicación profesional, has hecho escuela de tu magisterio en la escuela, y no es un juego de palabras, pues muchos hemos aprendido de tus ejemplares y primorosas lecciones. Una, no menor, la de que cada alumno es el mejor de los alumnos. Nos aprieta el dolor de tu pérdida, Marce, cuando la pena se rompe en lágrimas, pero la luz de tu sonrisa, el testimonio de tu mayúscula honradez, la inmensa generosidad de tu entrega van a tenerte siempre vivo en la imperecedera compañía de los recuerdos.
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