
El Pingurucho
Adriana Valverde
¿Estamos seguros?
De Oriente llegó, hace algún tiempo ya, una suerte de axioma que nos recuerda que el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Esto no significa que debamos buscar el ascetismo como herramienta para alcanzar la insensibilidad, sino más bien que podemos elegir cómo nos relacionamos con lo que nos duele.
El dolor es un hecho incontestable de la vida, una alarma que avisa de que algo va mal, tanto en el plano físico como en el emocional. Es, sencillamente, un mecanismo psicobiológico diseñado para la supervivencia. El sufrimiento, en cambio, es bastante más complejo. No es solo la experiencia de sentir dolor, sino la interpretación que hacemos de él. El dolor es un estímulo que llega y se va; el sufrimiento es la resistencia que oponemos a ese dolor, con la convicción de que nos ha tocado algo que no merecíamos, que la vida es injusta y que debemos luchar con toda nuestra energía para desterrarlo.
Pero, con mucha frecuencia, se da la paradoja de que cuanto más intentamos huir del dolor, más atrapados terminamos en el sufrimiento. Nos aferramos a la queja, al resentimiento y a la idea de que las cosas deberían haber sido diferentes. En lugar de permitir que el dolor entre y salga de nosotros, lo reprimimos, lo evitamos. Y el resultado es que, finalmente, lo convertimos en una prisión de la que ya no sabemos salir. Aceptar el dolor no significa resignarse ni dejar de buscar alivio. Implica, más bien, reconocer que forma parte de la existencia, permitirnos sentirlo sin que nos defina y, después, soltarlo sin rencor. No es un ejercicio fácil, pero tampoco imposible.,El primer paso para soltarlo es aceptarlo. Cuanta más resistencia le opongamos, más entidad cobra; cuanto más lo reprimamos, más se enquista. Otro elemento importante es no identificarnos con el dolor: es una experiencia pasajera, pero no es lo que somos. Y, más necesario que nunca, es enfocarse en el presente. El dolor no procesado se convierte en sufrimiento, y este suele alimentarse del pasado, de lo que ya no puede cambiarse, o del futuro, de lo que tememos que suceda. Anclarnos en el aquí y el ahora ayuda a disminuir considerablemente su peso.
Al final, no queda otra que mirarnos al espejo y preguntarnos con honestidad: ¿Es dolor lo que siento o sufrimiento por mi forma de afrontarlo? En la brecha que queda entre uno y otro encontramos la capacidad del elegir, la clave de nuestra libertad.
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