Opinión
Las uvas de Isabel y Pedro
De niño, saber que has de morir, me parecía una infinitud de lejanía. Hoy, cuatro años después del covid el tiempo apenas fue ayer cuando morir significaba no poder velar a tus muertos porque estaba prohibido. Fueron miles los almerienses que no pudieron vivir la muerte de sus seres queridos, miles los que quedaron sumidos en un duelo que no terminó porque nunca empezó. Hoy ya nadie quiere hablar de estas cosas, pero dentro de unos días, el día de difuntos, los cementerios se convertirán en un inmenso ser vivo de duelos, recuerdos y memorias porque es una necesidad, al menos una vez al año, celebrar que los muertos florecen en la vida de los vivos. En los países latinoamericanos el rito de los cementerios tiene particularidades culturales, producto del sincretismo cultural e influencia hispana o portuguesa. Ejerciendo yo en el Instituto Cervantes de Brasil acompañé a un colega en el “Dia de los Finados”-como así llaman allí a esta fiesta nacional- al cementerio de Santo Amaro, asomado a la hermosa ciudad de Olinda. Aquel hermoso cementerio parecía un inmenso ser vivo guardando memorias y cenizas de sus seres amados, rebosante de margaritas y lirios pero, sobre todo, de crisantemos que allí florece ahora y simbolizan la eternidad y la fidelidad. Ese día, por respeto a sus seres queridos se reúne la familia en intimidad y, para honrarlos, encienden mariposas de llamas cimbreantes en un tazón de aceite colocado bajo las fotos sepias de sus abuelos, padres o parientes muertos, cuyos rostros me parecían sonreír con gestos desconcertantes con el titileo de las mariposas.
Somos herederos de los grandes mitos clásicos y la literatura medieval que en día tan señalado incluía una bajada al país de los muertos. En la Odisea se describe bien cómo vuelven los muertos a nosotros, de forma etérea, pero deseada. Nos visitan de noche mientras dormimos, pero desde el siglo XVII el racionalismo nos mostró la primacía de la razón para conocer la verdad y, desde entonces, sabemos que los muertos son ya oscuros e invisibles viajeros descansando en paz. No envejecerán como nosotros, la edad no los cansará, ni los años los condenarán, pero al ponerse el sol y por la mañana necesitaremos fantasear loca e inútilmente recordando aquella voz humana de nuestra madre, padre, hijo o esposa a los que invocamos por su nombre para que vuelvan y no recuerden qué somos, de qué estamos hechos y frenen el ardor de esta miga de recuerdos alojados en nuestro interior como un guijarro. Los recordamos para que vuelvan a llenar de aventuras y sueños los zapatos de nuestra infancia cargados de regalos y nos salven de la peor aventura de hoy día: vivir sin sueños, sin haber aprendido a volar.
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