Libertad Quijotesca
Irene Gálvez
Tormentas y tormentos
Los sótanos y desvanes abandonados son cápsulas del tiempo, envueltas en polvo y misterio. No son simplemente espacios olvidados; testigos mudos de épocas pasadas, de vidas que se deslizan entre las sombras. Bastan unos pasos en la penumbra para que ese olor a humedad y madera vieja nos envuelva, transportándonos a recuerdos difusos, que emergen como espectros en el silencio. Ahí, en cada rincón oscuro, habitan memorias atrapadas, fragmentos de historias que aún esperan ser contadas.
En esos lugares, la curiosidad siempre se mezcla con un ligero temor. Las escaleras, empinadas y crujientes, llevan a sitios donde la luz parece temer entrar. Allí, se amontonan viejas cajas de cartón, cofres cerrados con candados oxidados, y muebles cubiertos con sábanas blancas, como fantasmas de tiempos mejores. Cada objeto, por insignificante que parezca, encierra secretos: cartas amarillentas, fotografías de desconocidos y herramientas olvidadas que ahora son piezas de un rompecabezas sin solución.
Son espacios que alguna vez tuvieron un propósito; en el sótano se almacenaban las provisiones, en el desván se guardaban las reliquias familiares. Pero, con el tiempo, se transformaron en lugares de sombra y olvido relegados a la soledad. Y sin embargo, hay una especie de ritual al recorrerlos. Abrir un arcón olvidado, descubrir un juguete roto, hojear un cuaderno de anotaciones. En esos momentos, uno se convierte en explorador de una arqueología doméstica, desenterrando fragmentos de vidas anteriores, cual reliquias de un pasado que se resiste a desaparecer.
Observar el contenido de un desván abandonado es también asomarse a una historia familiar detenida. Allí, las huellas de quienes lo ocuparon permanecen: las marcas en el suelo de antiguos baúles que alguna vez guardaron sueños, viejos periódicos que sirvieron de envoltorio, ropa olvidada… vestigios de épocas de modas lejanas. El silencio en estos lugares es distinto, profundo y denso, solo perturbado por el ocasional crujido de la madera o el viento que se cuela por una ventana rota.
Y al final, uno se da cuenta de que estos lugares abandonados guardan no solo objetos, sino también los secretos, miedos y esperanzas que fueron dejando sus habitantes. Son monumentos humildes, casi invisibles, de la memoria, lugares donde el tiempo se ha detenido, y que, como nuestros recuerdos más lejanos, van desmoronándose poco a poco, hasta que un día, tal vez, se conviertan en polvo.
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