A Vuelapluma
Ignacio Flores
Los míticos 451º F
Había vuelto a su tierra, después de muchos años de exilio forzado, sus padres se vieron obligados a marcharse cuando ella era aún una niña, buscando un futuro más holgado y seguro para sus hijos. Siempre echó de menos aquella luminosidad, el olor salobre que se respiraba allí cuando soplaba la brisa marina. Su sueño siempre fue volver, aunque solo fuese por un instante. Hoy cuando se bajó del coche que la condujo a lo que un día fue su hogar, en una barriada escondida entre dunas y rodeada de pequeños huertos, amparados de la furia del viento por enormes Artos, se le encogió el corazón. Sus ojos grises, se entornaron para evitar que entraran en ellos los minúsculos granos de arena que traía el aire, y que intentaban meterse por todos los intersticios de su cuerpo. A su memoria, venían a bocanadas imágenes casi olvidadas: pequeñas huertas rodeadas de cañizos, casas de adobe y cal, todas con una parra en su puerta a modo de pérgola, para aislarlas del calor tórrido que reinaba en esa tierra. Allí pasó una infancia, que ella recordaba con inmensa felicidad. Se sentó sobre los mínimos montículos de arena bajo cuyas laderas estaban sepultadas las viviendas, sobresaliendo de vez en cuando alguna piedra que las delataba. Suspiró profundamente, a su alrededor solo había polvo y tierra, se fijó en las plantas erguidas con orgullo sobre un entorno desolador, y vio apenada cómo un sol inmisericorde traspasaba unas ramas de hojas secas, entre las que se asomaban tímidas otras de un verde mortecino. El paisaje era lunar, aquellos lugares tantas veces soñados, que un día fueron una paleta de colores, se había convertido en un paisaje monocolor, con un tono empolvado que pasaba del marrón intenso al ocre en todos sus matices. Se puso la mano sobre sus ojos gastados a modo de visera, tratando de encontrar el origen de un delicioso aroma que la remontaba a su lejana infancia. Pronto distinguió una alfombra verde cuajada de blancas azucenas saliendo de la misma arena, que llenaba de color el entorno y lo envolvía con un delicado perfume que se dispersaba por el aire, dando un toque exótico al lugar. Al fondo, como una diosa desesperada que se arroja a los pies de un general insensible que le trata de robar a sus hijos, se extendía el “cabo de las ágatas”, introduciendo sus manos y sus pies en las tranquilas aguas del Mare Nostrum, sin otro propósito aparente que tomar fuerzas para retomar la lucha titánica que libraba diariamente para salvarlos. Decidió despedirse de aquel mágico lugar cuando le pareció ver, que esa diosa tendida sobre un desierto polvoriento, teñida de tonos violáceos, comenzaba a levantarse y haciendo cara al polvo del desierto que cubría su entorno, elevaba sus ojos al cielo pidiendo clemencia para sus hijos sedientos. Se frotó los ojos para salir de aquel sueño, cuando notó las primeras gotas de lluvia sobre su piel.
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