Antonio Lao
El silencio de los pueblos
Alto y claro
Allá por los últimos años setenta y primeros ochenta del siglo pasado hizo fortuna la palabra desencanto para describir un estado de ánimo colectivo que se había apoderado del país. Era la resaca después de la explosión de ilusión que produjo la desaparición del general Franco y la irrupción de libertades de todo tipo que habían estado secuestradas durante cuarenta años. La política había demostrado muy pronto que no tenía la llave para resolver los problemas que de verdad condicionaban la vida de la gente y el hecho de que las pantallas de los cines y las portadas de las revistas se llenaran de señoras con poca o ninguna ropa fue un salpullido que se pasó pronto. El desencanto fue la respuesta a los excesos de los primeros años. Se vivía mejor en libertad y nadie, salvo muy pocos nostálgicos de la dictadura, querían una vuelta atrás, pero la democracia, por sí misma, no alejaba las dificultades y reveses del día a día y en algunos casos hasta lo aumentaba en un entorno de crisis económica que Adolfo Suárez no era capaz de capear.
Hubo una película de Jaime Chávarri con ese título, El desencanto (1976), basada en conversaciones con la viuda y los hijos del poeta falangista Leopoldo Panero, que con el tiempo se convertiría en el símbolo de esa especie de desesperanza colectiva. Pero también de ese sentimiento de que la libertad no lo arreglaba todo y que había que buscar vías de escape está el origen de lo que se llamó la movida, que tiene detrás un renacimiento literario y artístico de una importancia que nunca ha sido reconocida.
Los tiempos han cambiado mucho, en algunas cosas para bien y en otras para no tanto. Pero España sigue siendo un país desencantado. La política, la mala calidad de los liderazgos y la falta de profundidad en sus acciones, es una fuente de frustración nacional y las desigualdades económicas han creado un foso social de una profundidad que no había existido nunca. El país funciona con piloto automático mientras incuba descontentos, sobre todo entre los más jóvenes. Faltan ilusiones colectivas y proyectos que las impulsen.
El sistema da señales de desgaste de materiales. En ese clima es normal que surjan voces extremistas que quieran rentabilizar esta situación. Está pasando en Europa con el auge de la extrema derecha. Pero en España vimos hace unos meses como un agitador radical emboscado en las redes sociales se convertía en un factor político a tener en cuenta. Una sociedad desencantada es una sociedad débil. Y de ahí vienen muchos de los males que padecemos.
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