
En tránsito
Eduardo Jordá
Un carrerón
Comunicación (Im)pertinente
Cuando volvía al pueblo, a Maldonado le gustaba subir al monte, en busca de Liborio, su ganado y Churchill, el eterno perro pastor. Liborio era su confidente desde que compartieron pupitre en la escuela. Imperturbable y con la profundidad de las miradas humildes, escuchaba paciente todas las revueltas de la vida de Maldonado, desde sus cuitas más íntimas hasta sus reflexiones sobre el mundo, los humanos y la vida. Maldonado se fue hecho un crío a Labruna para estudiar. Como siempre había sido muy listo, pasó lo inevitable y se quedó allí a trabajar. En sus años de juventud en la capital entró en contacto con militantes comunistas, todavía en la clandestinidad, durante los últimos coletazos del Franquismo. Como no hacía nada a medias, no se hizo comunista de cualquier manera, sino que abrazó ese credo político desde la convicción profunda y sincera. Los tiempos y el país fueron cambiando, hasta que el comunismo se esfumó, dentro y fuera de España. Pero sus convicciones internas se mantuvieron, firmes como una roca. A Liborio le había llegado a confesar que se sentía un huérfano político. Esta vez le contó a su amigo que andaba entre enfadado y aturdido. A su nieta mayor le habían enseñado en la escuela que los maquis fueron unos delincuentes de los años 40 del siglo pasado, dispersos entre los montes de España. Aquello era una ignominia, una burla para la memoria de unas personas que se enfrentaron a la dictadura a costa de sus propias vidas. En lugar de reivindicar su legado, la España democrática hacía suyo el relato del Franquismo. A todo eso había de añadírsele que estaba trastornado con las cosas de Trump. Tenía grabadas las escalofriantes imágenes de los deportados venezolanos al Centro del Confinamiento del Terrorismo de El Salvador. Maniatados, rapados, uniformados, conducidos de muy malas maneras, lo cierto es que dieron una imagen intranquilizadora. Rápidamente, la opinión internacional cargó las tintas contra el presidente de los EE. UU. y sus métodos. Este se defendió argumentando que se trata de miembros del Tren de Aragua, pandilleros violentos que siembran el terror urbano en los EE. UU. En ese momento Maldonado se preocupó hondamente, porque se le ocurrió pensar que le habría sucedido a una banda latina en el Moscú soviético. Habrían terminado sin discusión alguna en Siberia. Él, desde luego, habría apoyado esa medida, porque una de las obligaciones de un estado consiste en proteger a sus ciudadanos. ¿Estaría Trump cerca del espíritu de sus admirados camaradas, al menos en algunas cosas? La respuesta a esa duda lo estremeció hasta el punto de confesarle a Liborio que estaba pensando en irse al monte, como si fuera un holograma de maqui. El desconcierto de Maldonado es el de todos, en un mundo que parece haber sido agitado como una coctelera, en el que hemos perdido los parámetros propios y los límites ajenos, todo desatada, vertiginosamente, rápido.
También te puede interesar
En tránsito
Eduardo Jordá
Un carrerón
El balcón
Ignacio Martínez
Poca vivienda y mucho ‘show’
Ciavieja
Nuestra agricultura, por delante
Equipo Alfredo
Otán no, bases fuera
Lo último