
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La hora de Mazón
Afinales del siglo XVIII, los talleres gremiales artísticos que venían del Barroco, donde los jóvenes aprendices vivían en la casa del maestro durante tres o cuatro años para aprender el oficio, estaban siendo sustituidos por las Academias de Bellas Artes, que gozaban de la protección de la corona y establecían el gusto estético dominante; organizaban concursos y premiaban a los más capacitados. Por poner un ejemplo significativo, Goya –que se había formado en su adolescencia en el taller del zaragozano José Luzán- participó, que se sepa, en tres concursos académicos en su juventud. Los dos primeros en la Academia de San Fernando de Madrid. El primero, con diecisiete años, para obtener una beca de la Academia y poder cursar allí estudios, consistía en hacer un dibujo de estatua. El segundo, con veinte años, para iniciar una carrera en la Corte y obtener encargos y el favor real, consistía en pintar una escena generalmente histórica. Goya no ganó ninguno de los dos; en el segundo no obtuvo voto alguno del jurado. Al tercero, convocado por la Academia de Parma, se presentó estando ya en Roma –residencia costeada a expensas de su familia- con veinticinco años. Obtuvo entonces una honrosa segunda posición por su Aníbal cruzando los Alpes. Los concursos de la academia de Madrid a los que se presentó Goya estaban abiertos a aspirantes de todo el territorio nacional, y en ambos casos hubo en esas ediciones sólo ocho participantes. En el de Parma, tan solo cuatro. Ello nos da idea de que los procesos de selección, desde el principio, eran socialmente muy estrictos y sólo se admitían aprendices para iniciar un proceso formativo cuando las facultades de los jóvenes eran muy evidentes y sobresalientes. En el Antiguo Régimen, muy pocos hacían carrera artística, pues la demanda, confinada al mecenazgo de la nobleza y la iglesia, era también muy limitada. Tras la Revolución Francesa, el advenimiento del mundo contemporáneo y los nuevos roles progresivamente democráticos, la burguesía se convirtió en una nueva masa de población que demandaba productos artísticos. Primero fueron las exposiciones Nacionales de Bellas Artes, donde cientos de aspirantes se medían las fuerzas, luego los marchantes y galeristas vendiendo obras cada vez más vulgares. Fue el comienzo de la degradación, con un crescendo imparable hasta hoy, donde millones de individuos, víctimas de la tontuna imperante y cándidamente convencidos de su condición de artistas, andan aperreados por el mundo en busca de un sorbito de éxito.
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