La corrosión del conservadurismo

Monticello

30 de septiembre 2024 - 03:08

Atrump le precedieron como candidatos republicanos, dos personalidades arquetípicas del conservadurismo. El primero de ellos, John McCain, fue un héroe de guerra y un activo legislador durante décadas. El segundo, Mitt Romney, encarna la imagen del buen padre de familia y su discurso es fácilmente vinculable con el cristianismo político de la América temprana. Uno y otro, individuos propios de John Ford, concursaban en política bajo la impronta del viejo republicanismo cívico. Mitt Romney, como es sabido, votó en contra de Trump en su juicio político en el Senado. John McCain dejó escrito que éste no fuese admitido en su funeral. La republicana es hoy una tradición política destruida en los Estados Unidos. No ha sido vencida por su rival ideológico, ha sido corroída desde dentro por una encarnación amoral del populismo, por una versión feísta de la antipolítica. Lo ocurrido en este país no es un fenómeno político aislado.

El conservadurismo toma consciencia de sí, como corriente intelectual, a través de una reivindicación de la tradición frente a la Revolución. Es un pensamiento que se opone a la exageración utópica del poder de la razón y, con ello, al liberalismo y al socialismo, sus contrarios familiares. El conservador es escéptico, refractario al culto ciego de la libertad o del ensueño igualitario. Recela del espíritu voraz de lo nuevo y cree que la belleza, como nos enseñara Eliot, surge dentro de una tradición. El conservador confía en el prejuicio. Que no endiose a la razón, sin embargo, no significa que el conservador sea antirracional o nihilista. Un conservador se opone a cualquier programación utópica que impugne la sabiduría del pasado, pero venera el conocimiento porque éste integra la imagen clásica de la virtud. En el fragor de la guerra cultural hay quien ha entendido que el conservador es un nuevo punk. El paradigma de la irreverencia frente a la corrección de la política. El problema es que este lema no ha servido para reivindicar el valor singular del ciudadano que asume sus deberes familiares y patrióticos, sino para legitimar, bajo la excusa de lo desacomplejado, un inframundo ideológico, vanidoso de su desprecio al saber y al deber, que quiere sacar rédito de su libertarismo chabacano. La orgullosa confesión defraudatoria del eurodiputado Alvise ha escenificado bien la cualidad de esta estafa. No obstante, me temo que la metástasis de este populismo amoral carcome al mundo conservador más allá de este grotesco ejemplo. El paradigma conservador, que es parte fundacional de nuestro orden político, no está en peligro por la superioridad de sus adversarios sino por lo corrosivo de sus alianzas.

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