Luces y Razones
Antonio Montero Alcaide
Navidad
En estos días que preludian el invierno, por la generosidad y entusiasmo de la Fundación Zuloaga, tengo la dicha y enorme suerte de ver un cuadro de Goya dialogando con mi obra en la exposición que sobre mis series beethovenianas celebra el Centro Cultural Serrería Belga de Madrid. La Condesa de Baena es obra muy intensa de la época de las Pinturas Negras y quizá necesite una restauración profunda, pues se la nota sufrida y gastada en algunas zonas de la capa pictórica. Está firmada y fechada en 1819, el año en que Goya compró la Quinta del Sordo y le hizo las reformas para trasladarse a vivir allí. También en ese año pintó La última Comunión de San José de Calasanz, acaso la última gran obra religiosa la pintura occidental, y la pequeña Oración en el Huerto, ambas para los Escolapios de San Antón. En estos años han de situarse también cuatro pequeñas tablas de temas violentos, verdaderamente sublimes y extraordinarias, que posee el Museo de Besancon, de las que alguna autoproclamada experta goyesca ha cuestionado su autoría. En todas estas obras hay un uso denso y profundísimo del color negro, de unas calidades abismales y turbadoras, de difícil explicación sólo desde un determinado proceso técnico; es tal la emoción e intensidad expresiva que desprenden. El negro es aquí un color matérico y luminoso a un tiempo, espeso y radiante, que transita las oscuridades nocturnas del alma, de la zozobra y de la muerte, un territorio dotado de una luz propia, extraña e inquietante. No hay negros más alucinantes y estremecedoramente bellos en toda la historia de la pintura. En la condesa de Baena, retrato en realidad de una maja echada que ha sustituido la festividad erótica de la célebre vestida del Prado por un presagio dramático y apesadumbrado, la negrura transita desde el vestido a su rostro casi monocromo, sin tonos volumétricos intermedios, como una vieja y gastada fotografía en blanco y negro de deficiente positivado. El recorrido del espectador termina en la profundidad expresiva de sus ojos, que tanto admiró Ignacio Zuloaga, su propietario, y que tanto le inspiraron para muchas de sus creaciones. Hay en esta mirada algo trágico y grandioso, la pequeñez y el drama de la condición humana ante la inexplicable crueldad de la vida y de la naturaleza; la estupefacción y llanto de quien no acierta a explicar un infortunado destino. La misma expresividad de lo sublime, transitada de negruras insondables, estremecedoras, que atraviesa todo el ciclo de las Pinturas Negras.
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