
Antonio Lao
La agricultura de Almería y los aranceles
E N las postrimeras horas de los tiempos de la historia, en la vieja Grecia, mientras avanza la decadencia del ser humano entre las llanuras de Eleusis, aún se designaban zonas en las ciudades en donde las personas libres y de buenas costumbres podían reunirse para escuchar y charlar sobre aquellas cuestiones que entendía que les concernían. Con el paso de los siglos, el Mediterráneo nos ha seguido ofreciendo buenos motivos para mantener las antiguas tradiciones que sólo han buscado ensanchar el alma de aquellos que aún siguen creyendo en la esencia de las cosas.
En un acertado discurso, J.L. Jumilla afirmaba que la existencia precede a la esencia, frase central en la filosofía existencialista, especialmente en el pensamiento de Jean-Paul Sartre, que desafía la noción tradicional de que las personas tienen una esencia o naturaleza predeterminada antes de existir y que resaltaba la capacidad del ser humano para crear su propio significado y propósito en la vida.
Si por un momento concibiésemos al ser humano como un templo, no cabe duda, que su fin último sería erigirse hacia la luz, conformándose como un lugar sagrado que mantiene la esencia primigenia y pura de su génesis. En el momento que su sustancia desapareciese, se perdería su propósito.
F. Perín en una intervención brillante establecía que no bastaba con mirar dentro y callar el ruido que tenemos, sino que hacía falta rectificar, purificar y desprenderse de todo aquello que era peso muerto, de las ilusiones que encadenaban, de los apegos que deformaban. Igual que un templo pierde su esencia si se llena de ornamentos inútiles, el hombre ha de despojarse de lo que no es real, de lo que solo es máscara y distracción. Y esto exige disciplina, porque nada en la creación es caótico, porque la geometría sagrada no es caprichosa, sino una manifestación de la voluntad. Todo lo que se eleva hacia lo alto tiene un fundamento firme en lo bajo y solo quien se somete al orden interno puede aspirar a la verdadera armonía.
Las sociedades actuales, al igual que los hombres y mujeres que las constituyen, han perdido la esencia. El sistema se ha encargado de decapitar al ser humano y despojarle de su propia y única identidad: no habrá dioses, ni hombres, ni patrias; sólo la soledad de todos los hombres precipitándose sobre el cielo de nuestras bocas, mientras siguen cayendo bombas sobre la cuidad de Kiev.
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