La ciudad que no necesita montaje

Hay ciudades que se reinventan y pierden su alma en el proceso. Y hay otras, que logran transformarse sin traicionarse. Oporto no ha tenido que disfrazarse para gustar. No ha tenido que alisarse la piel, ni iluminar sus arrugas. Su belleza, como la de ciertas arquitecturas, reside precisamente en las huellas del tiempo, en la materia que no oculta su edad, en esa mezcla extraña de decadencia y dignidad que tan pocas ciudades saben llevar con elegancia. Durante años, Oporto fue una ciudad discreta. A la sombra de Lisboa, se mantuvo ajena al ruido turístico y al frenesí inmobiliario. Pero llegó un momento en que fue descubierta —o redescubierta— y, como todo lo que de pronto se vuelve visible, corrió el riesgo de perder su autenticidad. Sin embargo, Oporto ha sabido transformar su tejido urbano sin destruirlo. Ha añadido capas sin borrar las anteriores. Ha crecido sin olvidar de dónde viene.

La Casa da Música, ese cubo irregular que firmó Rem Koolhaas y que irrumpió en la ciudad como un meteorito, es un buen ejemplo de ello. Su geometría fracturada podría haber resultado estridente en otro contexto, pero en Oporto encuentra su sitio como una anomalía coherente. Porque aquí la arquitectura nunca ha sido una cuestión de formas vacías, sino de presencia. Y la Casa da Música, con su brutalismo escenográfico y su interior casi barroco, no compite con la ciudad, la amplifica. Y luego está Álvaro Siza. El arquitecto que entendió a Oporto no desde el espectáculo, sino desde el silencio. Sus obras no buscan protagonismo, sino pertenencia. El conjunto de viviendas en Bouça, o la escuela de Arquitectura, no se imponen: se integran, se infiltran, casi se disculpan por existir. Siza no dibuja edificios, dibuja pausas. Espacios donde la ciudad puede respirar. Lo más notable de Oporto es que ha sabido mantener su escala humana en un tiempo donde todo tiende a la hipertrofia. Mientras otras ciudades se obsesionan con la verticalidad o con el “efecto wow”, Oporto sigue confiando en lo cotidiano: en sus callejones empinados, en sus fachadas desconchadas que miran al Duero, en su forma de resistirse al olvido sin caer en el folclore. Claro que también hay cicatrices. Algunas rehabilitaciones son más fotogénicas que fieles. Algunos hoteles de lujo han sustituido a antiguas casas con alma. Pero incluso en esos casos, la ciudad parece tolerarlo con un cierto escepticismo irónico. Oporto no necesita parecerse a nada. Ya es. Y eso en el mundo de hoy, es una rareza.

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