
República de las Letras
Agustín Belmonte
Una nueva era
Comunicación (Im)pertinente
José Antonio, “El Murcia”, regentaba una vaquería, con una pequeña tienda de comestibles anexa, atendida por Asunción, su mujer. El Murcia era un hombre pequeño y delgado, de sonrisa permanente, extraordinariamente vivaracho. Debía ser el decano de los inmigrados llegados hasta Sant Pere, un antiguo pueblo reconvertido en barrio al norte de Terrassa. Desde luego, ejercía como tal de manera espontánea. La generosidad de El Murcia lo convertía en una especie de ONG permanente, a menudo crucial para solventar las necesidades más perentorias de muchos recién llegados, como él había sido un día. Tampoco estaba solo. Los hijos de los inmigrados crecieron sintiendo que Sant Pere era un entorno acogedor gracias a sus vecinos; unos eran autóctonos, con árboles genealógicos que se remontaba a Guifré el Pilós, pero otros habían llegado de fuera, antes o después, desde otros lugares de España o incluso desde otras áreas de la propia Cataluña.
Hubo excepciones a ese patrón, desde luego, aunque se desvanecían por sí mismos, ante la abrumadora mayoría de contraejemplos. En otros barrios quizá no fuera así o, de hecho, no lo fue, lo que no empaña esa realidad y otras similares que se repartieron por el mapa de Cataluña. Aquellos niños también crecieron recordando lo que nunca habían vivido, pero que sin embargo constituía su vivencia primigenia, imprescindible y nuclear: el lugar del que procedía su familia, las raíces de su cultura materna. Es probable que por ello durante mucho tiempo caminaran por la vida con una ostensible confusión identitaria. Desde el Romanticismo, esta se ha planteado en términos monocolores y excluyentes. Había que ser catalán, o andaluz, o español, con barrotes infranqueables que delimitaban casillas aisladas para las personas. Claro que esa no dejaba de ser una forma asesina de procesar la realidad de los individuos, como nos enseñó el gran Maalouf. Se puede vivir, se convive, con todos los ingredientes que ha ido incorporando el tránsito por la vida a la biografía de cada cual. Los mestizos, de todos los tipos, no solo han existido, sino que tienen el derecho inalienable a hacerlo. Justo eso es lo que vino a reclamar hace una semana Eduard Sola, cuando al recoger el galardón al mejor guion en la pasada Gala de los Premios Gaudí, manifestó su orgullo por ser charnego. De repente, una tormenta de reproche descargó a través de la redes. Naturalmente, el hibridacionismo que implica la charneguidad se opone frontalmente al supremacismo soberanista. Solo que los charnegos son personas, circulan por las calles, contribuyen a la sociedad y tienen derechos, como cualquier otro Ser Humano. Ya va siendo hora de que los charnegos salgamos de nuestro armario particular, para manifestar nuestro orgullo por ser como somos. Eduard, no estás solo.
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