Café negro, amargo y humeante

Ala hora que escribo, es la hora del café. Pero miro mi taza y estoy tentado de meterla en la columna. Escribiría que es “columna-café humeante”, pero el café humea a los malos escritores, que siempre le ponen el mismo adjetivo al café, cuando todos sabemos que puede ser también frío, con hielo, aguado, sensual, cargado, achicharrante, o con un chorreón de coñac.

De tanto adjetivar y mirar mi café se me ha enfriado y si me descuido lo derramo dentro de esta columna mía. Humear ya no humea. Significa también exhalar vaho o vapor. A estas alturas de la columna la disyuntiva es terminarla y prepararme otro café. Tengo también café soluble. Soy un hombre de mi tiempo; siempre tengo prisa por llegar a ningún sitio.

Si Napoleón hubiera tomado menos café nos habríamos ahorrado el Dos de Mayo. También podría haber tomado menos café Franco, aunque a él en realidad le gustaba darlo. ¡¡Denle café!! Decía con su voz atiplada cuando ordenaba fusilar a alguien. Al té le veo como menos humeante. Yo no cambio, y mi café es negro, amargo y humeante.

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