Opinión
Reinauguración del sagrado corazón de jesús
Recientemente se ha presentado en el Círculo Mercantil el último libro del comunicador Luis del Pino, “YO, EL DIFAMADO - Fernando VII. Autobiografía apócrifa de un buen rey”, un retrato de una compleja personalidad inserta en el relato de un tiempo trepidante, repleto de conspiraciones, equilibrios de poder y alta política. Si nos preguntasen por el monarca más denostado de la historia de España, la inmensa mayoría pensaría en Fernando VII, el “rey felón”. Estúpido, tramposo, cobarde, retrógrado... nunca se han ahorrado calificativos y siempre se ha negado cualquier virtud a quien, sin embargo, supo vencer a todos sus enemigos y morir en su cama. Bienvenido sea este libro que viene a romper con el relato oficial sobre la figura de Fernando VII, que no es otro que el impuesto por nuestro enemigo secular, la Pérfida Albión (Inglaterra), como impulsor más interesado en dar pábulo a la conocida como “leyenda negra española”. Un Rey que tuvo que enfrentarse a una situación geopolítica extremadamente difícil y compleja, en un momento de debilidad internacional, sin aliados, viéndose atacado nuestro Imperio desde dentro por la traición de las élites criollas durante la guerra contra el francés, y desde fuera por los anglosajones (ingleses y norteamericanos). Es por todos conocido que al producirse en 1820 la rebelión liberal de Riego en Cabezas de San Juan y frustrarse de ese modo el envío a América de un cuerpo expedicionario que sometiera a los insurgentes traidores del Río de la Plata, la independencia de los Virreinatos americanos quedó asegurada. Nueva Granada y Nueva España volvieron a alzarse en armas contra Madrid, ayudados por ingleses y norteamericanos. En 1823 era evidente que nuestro Imperio estaba en trance de desaparecer, objetivo principal de los ingleses, decididos a aprovecharse de las riquezas hispanoamericanas. Justo en ese momento del triunfo inglés, con Napoleón derrotado y nuestro imperio deshaciéndose, a los ingleses les surgió un enemigo poderoso en Norteamérica que no sólo quería apoderarse de lo que nuestra Nación perdía en América, sino que incluso se atrevió la anexión del propio Canadá inglés. En este choque de ambiciones entre anglosajones ingleses y norteamericanos, nuestra Nación fue una comparsa. Esta rivalidad anglo-norteamericana fue lo que permitió que conserváramos nuestra soberanía sobre las Antillas hasta 1898. Es evidente que no tuvimos política exterior ni aliados. Nuestra alianza no interesaba a nadie y sólo buscaron nuestra ayuda en situaciones concretas, cuando era imposible prescindir de nuestra Nación. Riego y los sublevados en Cabezas de San Juan en 1820 hicieron más por la causa independentista en América que muchos de los caudillos “libertadores”. Fueron las Cortes del Trienio Liberal y no Fernando VII las que rechazaron la propuesta de Bolívar de crear una confederación hispana, propuesta que planteó a España a través de nuestro embajador en Londres, el Duque de Frías. Tampoco hay que olvidar que Inglaterra y Norteamérica fueron los inspiradores, protectores y proveedores en dinero, armas y hombres, de los caudillos rebeldes, más o menos clandestinamente mientras se luchaba contra Napoleón y abiertamente después de la derrota francesa. Los anglosajones, que supieron dar el golpe de muerte al Imperio creado por los españoles, no dejaron tampoco a Bolívar llevar a cabo sus planes de unidad continental. A ellos no les interesaba sólo la independencia de la América española, les interesaba su atomización para su mejor control posterior. El poder anglosajón no ayudó a la América española a “liberarse”, luchó desde 1808 hasta 1824 por desmenuzar nuestro Imperio e impedir que existiera un poder hispano en el mundo moderno. Y en esta difícil y compleja situación geopolítica, el Rey también tuvo que enfrentarse a complots internos en su propia Corte, en los que siempre estaba entre bambalinas Inglaterra, permitiendo el establecimiento en Londres de grupos opositores y que el Peñón de Gibraltar fuese utilizado como base de operaciones para incursiones en nuestro territorio de fuerzas equipadas por los propios ingleses, como es el caso de nuestros “Coloraos”, los de la memoria democrática, cuya muerte en pro de los intereses anglosajones fue muy loable, todo ello con el objetivo de terminar de deshacer lo que quedaba de nuestro Imperio. Por ello, bienvenido el fin del bicentenario de unos traidores a su Rey.
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