Luces y Razones
Antonio Montero Alcaide
Navidad
Por cuestiones vocacionales y luego profesionales me vi envuelto desde muy pronto en la lectura de escritos complicados. Siendo muy joven empecé leyendo cosas de Tomás de Aquino o de Duns Escoto; y luego otras obras no menos complicadas entre las que debo contar libros de Hegel, Heidegger o Husserl (¡qué trío de “haches”!), por poner un ejemplo, y puedo decir que llegué a entender si no todo, sí bastantes cosas de las que ellos escribieron. Para bien o para mal, todos ellos se expresaban en una jerga que podemos considerar propia del gremio de los filósofos, y no creo que haya gran cosa que reprochar a los autores. Claro que si procedemos a entrar en otros campos vamos descubriendo que en todos ellos hay un lenguaje propio, una serie de términos y de giros que no son del dominio del profano. El lenguaje judicial, con sus giros y sus “otrosí”, o el de los médicos (estos últimos tanto por el contenido como por el continente, por su famosa letra) no son fáciles de desentrañar. Y ¿qué decir del lenguaje de la administración? Es aceptable que en sus comunicados internos utilicen palabras, abreviaturas, números que les facilitan la comunicación, la simplifican y todos ellos saben de qué están hablando. Quizá podamos encuadrar toda esta situación en lo que _ittgenstein denominaba “juegos de lenguaje”, entendiendo por tal que cada grupo social, cada conjunto de especialistas se mueve en un entramado que ha adquirido de su entorno y de su experiencia y constituye algo así como una jerga. Es un hecho, al parecer, y no hay que añadir gran cosa. El problema surge, sin embargo, cuando se trata de superar las barreras del ámbito del grupo y trasladar la información a quien está fuera del mismo. Los profesores lo hemos vivido y padecido cuando hemos tratado de introducir a los alumnos en un mundo nuevo para ellos. Y ahora, he aquí lo que me hace escribir esta reflexión: me encuentro que yo, que en este momento me considero un agricultor, he recibido unas misivas de la administración y tengo que reconocer que después de leerlas varias veces me tengo que dar por vencido: no entiendo nada. ¿Es mucho pedir que los administrantes salgan de su mundo cuando tengan que comunicarse con los administrados y “traduzcan” el mensaje a un lenguaje sencillo para el que solo baste con saber leer? Decía Ortega que “la claridad es la cortesía del filósofo”. Yo pediría a la administración que fuera cortés.
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