
Metafóricamente hablando
Antonia Amate
Sangre, sudor y lágrimas
Vivimos conectados, está claro. Cada pensamiento puede convertirse en tuit, cada emoción en una historia de Instagram, cada crisis existencial en un meme viral. En medio de esta hiperconectividad, emerge silenciosamente un fenómeno inquietante: el nihilismo digital. No se trata solo de una corriente filosófica, sino de una sensación colectiva que se filtra a través de las pantallas: nada importa, nada es real, todo es contenido. Es un concepto emergente o fenómeno sociocultural que describe cómo el nihilismo —la creencia de que la vida carece de sentido— se manifiesta y se amplifica en el contexto digital y virtual.
El nihilismo, como lo entendía Nietzsche, surgía del colapso de los valores tradicionales, especialmente tras la “muerte de Dios”. En el siglo XXI, ese colapso adopta una nueva forma: la muerte del sentido en la era de la información. Paradójicamente, nunca hemos tenido tanto acceso al conocimiento, pero rara vez lo transformamos en sabiduría.
Muchos jóvenes expresan hoy su desesperanza a través del humor negro, la ironía o la indiferencia digitalizada. Frases como “nada tiene sentido” o “todo está perdido” se repiten con ligereza, no como grito de auxilio, sino como parte del paisaje emocional virtual. La saturación de discursos, el colapso climático, la precariedad laboral y la incertidumbre existencial se convierten en ruido de fondo. En vez de rebelión, hay scroll infinito.
Este nihilismo digital se manifiesta en la dificultad de comprometerse, en la necesidad de mostrarse pero no sentirse, en el miedo a la autenticidad. Internet, en su libertad, también ha producido una cultura del sinsentido, donde todo puede relativizarse, ridiculizarse o desecharse.
Sin embargo, identificar este fenómeno es también una oportunidad. Frente al vacío, cabe preguntarse: ¿y si la respuesta no está en huir del sinsentido, sino en habitarlo? Tal vez, como pensó Camus, lo absurdo no sea una condena, sino un punto de partida. En una era donde todo parece carecer de valor, el acto de crear sentido —aunque sea pequeño, aunque sea propio— puede ser el gesto más radical. O al menos así lo veo yo.
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