
Antonio Lao
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Los museos de arte, como hoy los entendemos, se concibieron y crearon al final de la Ilustración, para mostrar, a un público especializado y más general después, las obras significativas de los grandes autores europeos y sus distintas escuelas. Las grandes colecciones reales y los bienes desamortizados a la Iglesia fueron sus principales nutrientes. Los museos, desde el principio, permitieron contemplar y estudiar de cerca, en óptimas condiciones de altura, espacio e iluminación, obras antes más inaccesibles, ubicadas en palacios oscuros y polvorientos o en las alturas de grandes catedrales o iglesias. Todo ello fue determinante para el prestigio y deslumbramiento por ciertos autores, permitiendo apreciar el prodigio de sus técnicas y las calidades de unas obras que antes pasaban desapercibidas. En buena medida, la historia del Arte actual está hecha desde la contemplación ensimismada de las obras en los grandes museos. Digo todo esto porque hay una corriente hoy de historiadores, conservadores de instituciones museísticas, empeñados en recrear en las salas las ubicaciones originales de las obras, otorgando más valor a lo histórico-arqueológico que a la correcta contemplación de las obras maestras. Este pasado lunes acudí ilusionado a contemplar los ocho Grecos de Santo Domingo el Antiguo reunidos en el Prado, institución que de corriente exhibe dos de ellos, la Trinidad y el San Benito, de forma inmejorable en las salas de su colección permanente. Y me encontré, en medio de la galería central, unos paneles gigantescos que tapaban toda la visión de la gran sala con gran parte de los cuadros colgados a una altura incomprensible, en un intento, quizá, creo yo, de emular su emplazamiento original en la iglesia toledana. La iluminación eléctrica del museo genera brillos en la superficie de las telas colgadas a tanta altura y es imposible verlas sin alejarse al menos diez metros del cuadro, distancia a la que no se ve la obra, ni su técnica, ni su pincelada, ni nada de nada. El ejemplo más sangrante era el de la Santa Faz, una tabla de unos sesenta centímetros colgada a casi cuatro metros de altura. Semejante absurdez y tontuna es fruto del divismo y la ocurrencia del conservador de turno, al que se permiten fastuosos gastos y trasiegos de obras para ofrecer la nada más absoluta. Pero la cosa no queda ahí, pues llevan tiempo avisando de que en la nueva ampliación se va a recrear el Salón de Reinos de Felipe IV. Nos obligarán a contemplar Las Lanzas ubicadas en la estratosfera.
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