Ascender a la luz

21 de noviembre 2024 - 03:20

Mientras un mundo torturado por la violencia, el sufrimiento, las guerras y la devastación clama en vano, pisoteada ya todas las dignidades, vuelvo a escuchar una música en la que una luminosidad desconocida y rutilante, un auténtico bálsamo de salvación y un mensaje de ilusión para un tiempo mejor, se dirige a una humanidad pisoteada, que anhela –o suplica- un rayo de esperanza. En 1790, con tan sólo diecinueve años, estando aún en Bonn, Beethoven compuso la “Cantata a la muerte de Jose II”, una obra creada por encargo de la Sociedad de Lectura de la capital renana, en la que Neefe, primer maestro de Beethoven, tenía un papel importante. La partitura, que en su tiempo no llegó a estrenarse porque probablemente a los músicos de Bonn les pareció muy difícil, está injustamente olvidada hoy, pese a la asombrosa madurez que atesora. Desde su lúgubre comienzo, oscuro e inquietante, hasta el mismísimo hallazgo del difunto, está ya todo Beethoven en ella, romántico y apasionado, entero y verdadero. Consta de siete números y dura unos tres cuartos de hora. Tras la solemnidad trágica inicial, el cuarto número -que es a donde yo quería llegar- nos sumerge en una melodía bellísima, de trascendente elevación y radiante luz dorada, inmensa; un aria para soprano y coro de enorme pensamiento musical, como una auténtica resurrección. No me resisto a transcribir el texto traducido al castellano que cantan los intérpretes en esta parte -salido del libretista de la obra, Severin Averdonk-, pues revela un espíritu de notable idealismo romántico, tan consustancial al más genuino Beethoven: “La humanidad ascendió a la luz y la Tierra giró felizmente alrededor del sol. ¡Y el sol calentó con los rayos de la divinidad!”. Aquí está ya todo el ardor de un pensamiento elevadísimo, que aspira al hermanamiento de las criaturas; un ansia armonía universal que encontrará tres décadas más tarde su mejor culminación con la Novena Sinfonía, y en especial con su enorme final cantando la Oda a la Alegría. Desde su primera juventud, Beethoven tuvo una formación -alentada por la poesía- donde los ideales de igualdad y fraternidad y la repudia a todo poder tiranizador eran su principal seña de identidad. Al parecer fue entonces, tan tempranamente, cuando ya quiso poner música al poema de Schiller, tarea que no materializó hasta el final de su vida. Pero volviendo a la cantata, no hay mejor ocasión que escucharla ahora; un respiro entre tanto acontecer convulso, dramático o irrespirable.

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