Antonio Lao
El silencio de los pueblos
La inteligencia artificial (con su sigla conocida, IA) está convirtiéndose en un comodín. Dicho sea en un doble sentido: por usarse a modo de recurso generalmente favorable, como la suerte de la cara del dado o de la carta que hacen de eso mismo, de comodín; y también por ser un pretexto bastante común y habitual, pero poco justificado. Cierto es el avance vertiginoso de la IA desde sus comienzos a mediados del siglo pasado, y parecen de ciencia ficción -otra cosa es, por más literaria, el realismo mágico- las perspectivas que se adelantan a no muy largo plazo. Así, del mismo modo que la alfabetización digital lleva a utilizar, se dice que como usuarios competentes, dispositivos electrónicos (solo metafóricamente son una cacharrería) y aplicaciones informáticas, que hace décadas resultaban inimaginables y no podía presumirse su extendido uso cotidiano, la IA acabará por incorporarse a los hábitos, asimismo ordinarios, para dejar atrás la domótica. Esto es, la actual automatización y control de distintos procesos relacionados con la vivienda (energía, seguridad, comunicación, bienestar) se hará bastante más inteligente y posibilitará utilidades impensables.
Hay, además, un ámbito de la IA que requiere especial atención, el de las emociones, propio de la Computación Afectiva o, de manera más propia, de la Inteligencia Emocional Artificial, desde del finales del siglo pasado. Para andar por casa -una manera de decir-, los emoticonos se prestan a la expresión de las emociones, aliados con los “me gusta” en el tráfico de las redes sociales. La inteligencia emocional, entonces, tiene como objeto procesar, comprender y replicar las emociones humanas, de modo que tanto supla la consulta al psicólogo como sea capaz de ofrecer servicios o prestaciones consonantes con el estado del ánimo. Para eso, se vale de la expresión facial, del habla o del lenguaje corporal, con complejos algoritmos, a fin de analizar millones de caras en numerosos países, que permiten identificar emociones y pensamientos. Cicerón, en el siglo I a. C., dijo que la cara es el espejo del alma, y los ojos sus delatores. Evidencia que corrobora la imperecedera sabiduría de los clásicos, de modo que la inteligencia emocional artificial no podrá sustituir a la profunda elocuencia de una mirada.
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