Artefactos

Hace sesenta años el rito de la mayoría de edad se alcanzaba a los 18 años; hoy se alcanza según las tendencias de la moda vintage estilo streetwear y sportswar, zapatillas total white o incluso outdorr, piercing, tatuajes o patinete eléctrico. Entonces los jóvenes vivíamos en un extraño país donde todo parecía estar vedado para siempre y la cultura de la queja actual no existía como ahora, difícil de valorar en su justa medida, arrastrados por unos principios donde los políticos -lo único que permanece en el tiempo- se herían de forma tan sibilina como ahora, pero robaban descaradamente, vivían sin empacho y nadie se enteraba. Para el inconsciente colectivo de los que éramos jóvenes el primer signo de madurez empezaba -decía mi abuela- cuando “te echabas novia formal”, pero algunos alcanzamos la mayoría de edad cuando con el primer sueldo compramos un Gordini de segunda mano. Con él se resolvieron con facilidad los misterios cándidos del primer sexo, que eran complejos en aquella España de cartón gris.. Para los que éramos de pueblo y tuvimos medios para comprar un coche -a los que mi abuela llamaba artefactos, aunque fueran de segunda o tercera mano- era cruzar el aire violento sin la esclavitud de la alsina Graells, era el valor supremo trepar diluyéndonos por carreteras de cabra sin la geografía del googlemap.

Hasta hace poco los ciudadanos existíamos en un tiempo de otra calidad.La calle era un lugar por el que caminabas repleto de bienestar, caminábamos por la ciudad con las manos en los bolsillos, nos deteníamos ante un semáforo y observábamos desde nuestra acera a la gente que desde la suya te observaba a ti. Hasta que empezaron a circular con ferocidad esas bestias mecánicas que nos roban silenciosamente kilómetros de aceras mezclados entre nosotros. La semana pasada una señora a mi lado lanzó al aire un grito de dolor cuando el chasquido de un patinete eléctrico, banal pero tiránico artefacto, se hundió contra el frágil cuerpo de aquella mujer que se derrumbó maltratada sobre la acera. Aquella mañana lucía el sol en Almería, como siempre, con mansedumbre y tenacidad. A lo lejos ya se oía venir la sirena de la ambulancia entre el colapso circulatorio. Subieron a la maltrecha señora a una camilla ante la atronadora indiferencia de la gente y se alejaron en dirección a Torrecárdenas mientras me preguntaba quién pagaría los gastos de hospitalización. La policía municipal sí, llegó, tarde, cuando el adolescente conductor del artefacto -que no era ni ni negro ni moro- se escabulló velozmente calle arriba, seguramente aturdido por el miedo, o quizás pavoneado de haber alcanzado la mayoría de edad.

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