Anclado a la luz de tus pupilas

13 de noviembre 2024 - 03:07

Las calles arremeten contra las sienes; los semáforos, vigía de los sueños de los hombres, retumban entre el asfalto goteando humano entre sus arterias, mientras que los últimos sueños que aún quedan en pie emprenden su último viaje entre los transeúntes de la noche.

La memoria histórica del ayer se extingue entre la tinta de los graffitis; entre paredes derruidas por el paso del tiempo; entre las últimas cunetas de la noche: entre los refugios del señor de los infiernos que aún sobreviven a pesar de la zozobra del ser humano. Cuánto silencia reina sobre las lápidas y los huesos de nuestros muertos. Y aún no hemos sido capaces de levantar ni un misero dedo a favor de ellos.

Todo es decadencia, incluso el hambre. Atravesamos las avenidas de nuestras angostas ciudades abanderando un cuerpo que no nos perteneces. Es lo único legítimo que sabemos, hasta que reconocemos que solo la muerte será capaz de azotar todas las regiones del dolor que sobre el cuerpo aún persisten. Este es el legado que nos queda aún palpitando sobre nuestras manos: un presente decadente, donde los muertos siguen abandonados nuestra tierra y en nuestra historia; y un futuro incierto que amenaza con volcar, donde los vivos no tienen lo que hay que tener para poder vivir en paz. Dicen que el ser humano es predecible. Que somos corruptibles. Que somos débiles. Que siempre sucumbiremos ante la tentación. Sin embargo, hago mía unas palabras de Pedro Galván Infante, un viejo y querido amigo, que en un arrojo de lucidez, me volvió a rescatar del abismo y me reconcilio con mis demonios. Con el sudor aún fresco en la frente, después de un día aciago bajo los párpados, con las manos en jarra y los ojos en llamas, dijo: “A quién hay que temer, si no le debemos nada a nadie”. Dejé a un lado lo que estaba haciendo, agaché la cabeza y asentí. Simplemente fue eso. Asentí. Sabía que veníamos de las calles, de allí pertenecíamos cuando aún existíamos. Y, sin embargo, aún manteníamos fresco ese impulso, esa voluntad inquebrantable de no desfallecer, de no traicionar a aquellos con los que crecimos y a los que realmente apreciábamos. Así es, supongo, cómo se forjan los íntimos imperios de la memoria, los viejos manuscritos anclados a la luz de unas pupilas, las desoladas patrias al borde del océano.

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