A Vuelapluma
Ignacio Flores
No son las emociones, son las deudas
No fueron pocos los juristas de prestigio que advirtieron que la mal llamada Ley de Amnistía, (concebida como una patente de impunidad a cambio de siete votos), era además de inmoral, una chapuza técnica. Nada inusual cuando se fuerzan las costuras del sistema legal a fuer de retorcer el encaje de lo arbitrario. Una chapuza, digo, porque llaman amnistía a lo que proyectó como una inmunidad integral, propia del medievo, para el fugado y sus acólitos, fuera cuales fueren los delitos con que luego el poder judicial calificase sus delirios cismáticos. Y así nació esa ley abstrusa, negociada en secreto, despreciando informes y avisos, cuyo primer efecto público ha sido intoxicar de agravio supremacista la política nacional. Una ley que hace aguas hoy con el alcance del concepto de malversación de caudales públicos, porque -relato propagandista aparte- el significado de malversar, según la RAE, es apropiarse o “destinar los caudales públicos a un uso ajeno a su función”. Una claridad ante la que los malabarismos semánticos se estrellan dada la obviedad de que se destinaron caudales a funciones ilegales. Y que se ingresaran en el bolsillo propio o en el del suministrador que te ayuda a imponer ideas y mantener ingresos y poltrona, no altera la disfunción. Por eso, los cuatro fiscales del T. Supremo ya justificaron por qué no se puede amnistiar la malversación, ni la de los ya condenados por sentencia firme, ni a los que aun investiga el juez Llarena, al haberse destinado millones de euros, a pagar urnas ilícitas, publicidad institucional, organización y material electoral, dietas, mesa y mantel a periodistas extranjeros y observadores, etc., y todo, para ejecutar un simulacro de referéndum prohibido por los tribunales. Lo que constituye un proceder malvesador, avisado y doloso, según razonan los fiscales del Supremo, porque les generó un “beneficio político, personal y patrimonial al solventar las obligaciones ilegalmente contraídas con los adjudicatarios de los contratos públicos”, abonando con dinero público actos privativos, ajenos a la función presupuestaria predestinada. Y no inventan nada estos cuatro fiscales lúcidos, sino que aplican una sólida doctrina legal del T. Supremo, que ni los redactores políticos de la autoinmunidad, ni ese otro grupo de fiscales empesebrados que respaldan su aplicación, han tenido en cuenta al justificar una amnistía envilecida desde y por su origen.
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