Amistad virtuosa

Que tres jóvenes estén bien juntas en un banco de la calle no ha de suponer, necesariamente, que sean amigas, pero lo parece. A qué les lleve la conversación, la complicidad de lo que dice la palabra compartida, tampoco puede imaginarse, aunque parezca que el asunto no es jocoso, espontáneo o nimio, sino debido a ese raciocinio que detiene, con algún silencio de discernimiento, el curso de la palabra, para hacerla más juiciosa. No se ven las caras, los rostros de estas acompañadas jóvenes, si bien deben expresar ciertos gestos de introspección, de mirada interior reflexiva, o acaso las muecas con que se busca el asentimiento, se espera la conformidad o se aguardan las alternativas de otros puntos de vista aceptados con aquiescencia, cuando se trata de saber o conocer juiciosamente. Para Aristóteles, la amistad era una virtud en sí misma o estaba acompañada de virtud y, además, resultaba lo más necesario para la vida. Pensaba que, sin amigos, nadie querría vivir, y acaso desmedía su aserto, pues no pocos mortales viven para no tenerlos. No es cuestión, sin embargo, de contradecir a tan mayúsculo filósofo, pues asimismo señalaba que, aun teniendo todos los bienes, riqueza y poder, persiste la necesidad de tener amigos para que la prosperidad tenga la facultad de hacerlo bien, ejercida, eso es, respecto de los amigos. Luego han de cuidarse estos con esmero / Antonio Montero Alcaide