El amargo don de la apariencia

Cuando decidió elegir una profesión, tuvo claro que la arqueología era su vocación. Descubrir la forma de vida de otros seres humanos y su evolución le atraía sobremanera. Desde el principio le sorprendió que desde los inicios de la vida considerada humana, la estética estaba íntimamente unida a la espiritualidad o la supervivencia. Aparentar ostentar los dones de un pájaro o de un león, parecía ser el motivo que les hacía adornarse con sus atributos: largos colmillos colgados del cuello, hermosas plumas sobre sus cabezas, conchas marinas engarzadas en cordajes como collares primitivos… Parecía que para esos seres el poder de las aves para volar, la fuerza y el vigor de una fiera, o la capacidad de nadar y sumergirse en las profundas aguas del mar, podía transmitirse a quien ostentara sus señas de identidad.

Sabía que esas explicaciones solo eran elucubraciones sobre un pensamiento del que nada se dejó escrito, y que eran interpretadas a la luz del momento histórico de sus descubridores, sin embargo y a pesar de la evidencia de un posible error, no dejaba de ser subyugante. Los científicos como ella, estaban convencidos de que detrás de esos adornos que salían a la luz en las excavaciones, estaba el deseo más íntimo y primigenio de los humanos de aprehender y tomar para sí los dones que no les habían sido concedidos. Había podido comprobar su evolución encontrando evidencias del desarrollo de su espiritualidad, pudiendo comprobar en los enterramientos que se iban descubriendo, la creencia de que más allá de la muerte había vida, algo que se podía deducir por el ajuar que acompañaba sus restos.

Era consciente de que todo ello seguía siendo un deseo compartido por el ser humano contemporáneo, el anhelo de alcanzar la sabiduría, la fuerza, la capacidad de volar, la de vencer las enfermedades, así como la de trascender más allá de la muerte, había sido el motor que había empujado la investigación científica hasta nuestros días. Civilizaciones milenarias, superiores y muy avanzadas en comparación con otras contemporáneas como era la egipcia, nos lo mostraban a diario, sorprendiendo la sofisticación conseguida. Pero aparentar fuerza y valor, trascender a la muerte, o asemejarse a la divinidad no fue suficiente, pronto comenzó el culto al cuerpo, el reto ahora era vencer la vejez, el deterioro físico y sus signos físicos evidentes: piel deslucida, canas, calvicie, manchas, encontrando en las excavaciones más recientes múltiples evidencias de esta guerra sin cuartel: pelucas, pócimas, potingues, perfumes, tintes, etc…, en definitiva el culto a la apariencia.

Le resultaba sorprendente que nada hubiera cambiado desde entonces, actualmente la civilización que se consideraba la más avanzada desde el principio de los tiempos, rendía culto a la apariencia y se sometía ciegamente a la tiranía de la efímera belleza.

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