Luis Ibáñez Luque

La alegría de la juventud

04 de octubre 2024 - 03:08

Ríen, gritan, se abrazan, se gastan bromas constantemente. Son personas reflexivas, a veces intentan hacer lo mínimo, intentan «escaquearse» de todo lo que suponga trabajar más de la cuenta (igual que muchas personas adultas), otras veces son muy autoexigentes, hasta el punto de tener serios problemas de ansiedad. Tienen el arrojo y la valentía de quienes tienen toda la vida por delante y pocas mochilas, en la mayoría de los casos. En otros casos, sus circunstancias hacen que tengan la espalda doblada desde el principio, a veces desde antes de nacer… Les importan las mismas cosas que a las personas adultas: las relaciones sociales, el futuro, tener un buen empleo, tener estabilidad familiar, de pareja, tener dónde agarrarse, dónde acudir cuando el día a día sea cruel, cuando se les presenten situaciones difíciles.

No pierden la alegría y la transmiten allá donde van. Basta observarles con la mirada limpia, sin ninguna clase de prejuicios. Llegará otro tiempo en sus vidas con otras normas, con otras formas, con más encorsetamientos, con más obligaciones, con ataduras reales o ficticias que coarten la libertad. Ahora, en la adolescencia, gozan del tránsito de la burbuja familiar a la vida social. El mundo se ha ampliado, las posibilidades ahora parecen infinitas y disfrutan explorándolas, a veces llevándolas al límite, acogiendo con los brazos abiertos lo que significa la amistad, las primeras relaciones afectivas o amorosas, estirando las normas hasta experimentar hasta dónde se debe o no se debe llegar…

Ser testigos de todo esto, desde la escuela y desde la familia, son regalos que nos da la vida. Supone transportarnos en el tiempo y revivir aquello que fuimos y que en realidad seguimos siendo, porque está dentro de nosotros, por más que el tiempo nos haya llenado de corazas, escudos y apariencias.

En nosotras y nosotros, en el mundo adulto, queda la decisión de disfrutar y aprender acompañándoles, o mirarlos desde una atalaya, deteniéndonos solo en sus defectos, en el molesto ruido para nuestro desgastado cerebro, pensar que sus continuos cuestionamientos son dañinos, perjudiciales para un futuro del que solo ellos y ellas serán responsables. Quizá la herencia que les hemos dejado no sea tan bonita, tan perfecta, tan idílica como se la vendemos. Quizá el error fue precisamente olvidarnos de lo que fuimos, de lo que creímos, pensamos y vivimos en la juventud.

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