Antonio Lao
El silencio de los pueblos
Postdata
No somos suficientemente conscientes de que la democracia, como forma de gobierno, es incompatible con la ausencia de la verdad. Dos de los regímenes más perversos que han existido, el nazismo y el comunismo, se afianzaron en el siglo XX sobre la violación y el saqueo de ésta. “El sujeto ideal para un gobierno totalitario –escribió Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951)– no es el nazi convencido ni el comunista convencido, sino el individuo para quien la distinción entre hechos y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, los estándares de pensamiento) han dejado de existir”. Estas palabras suenan hoy pavorosamente actuales. Por una parte, la moderna y discutible relativización de la verdad actúa en política como recreación del pasado y tergiversación del presente. Por otra, términos como posverdad acogen en su seno noticias falsas, ciencias falsas, historias falsas o perfiles falsos que hacen a la gente vulnerable a la demagogia y a la manipulación y convierten a las naciones en presa fácil –a la vista está– para los aspirantes a autócratas.
El desprecio de los hechos, que admiten poco relativismo, el desplazamiento de la razón por la emoción, que animaliza la convivencia, y la corrosión del lenguaje están debilitando la verdad, asesinándola, en beneficio de una minoría ávida de poder.
Acaba de ser elegido otra vez presidente de los EE.UU. Donald Trump, la encarnación misma de todos estos males descritos. Pero el problema no es sólo norteamericano. Me asombran cuantos ponen el grito en el cielo por Trump y lo que representa y, en cambio, alaban aquí y allá conductas no muy distintas. Se está produciendo en el mundo un aluvión de populismo y fundamentalismo, de derechas y de izquierdas, que se afana en erosionar las instituciones democráticas, trocando el diálogo racional por un fanatismo mecánico y tribal. Esto sólo es posible sin la verdad.
Hemos de volver a compartir los hechos y alejarlos de la simple y polarizadora llamada a los sentimientos. No podemos continuar en una apatía cómplice. Debemos exigir responsabilidades a quienes eclipsan la verdad. Tenemos que recuperarla, aunque escueza, a la mayor urgencia, porque si se derrumba la verdad se acaba la libertad. No es imposible –la historia lo acredita– y, de no intentarse, perderíamos aquello que nos hace humanos y nos salva del vacío de la inexistencia.
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