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Uno de los grandes toreros de la historia ha sido Paco Ojeda. Su revolución consistió en acortar las distancias; y, una vez en el terreno deseado, torear con quietud, verticalidad y ligazón: parar, templar y mandar en una circunferencia, con el mínimo diámetro; aplicar al pie de la letra, el concepto belmontino: procurar que todos los terrenos del toro sean del torero; con el fin de que sea el diestro el que dicte su ley. El ojedismo era también estoicismo, senequismo y misticismo. Una concepción filosófica de la tauromaquia, inspirada en la noche y en la madrugada de Sanlúcar de Barrameda y Doñana: veleros y misterio; brisa y alba: entre el Atlántico y el Guadalquivir; entre una bulería y una copa de manzanilla; entre Manolo Caracol y una mujer gaditana: guapa, como las olas de Rota. Paco Ojeda, un rebelde de la vida, que solo creía en el toreo si podía hacerle a un toro lo que a las vacas y a sus caballos ante la mirada de la luna de Bajo Guía: hacer que la embestida sea una copla. La revolución ojedista perdura como una liturgia; como un vanguardismo que no es literatura, sino tauromaquia. Cuando toreaba con la izquierda, el Guadalquivir era mar antes que río; silencio antes que voz. Hoy, el ojedismo tiene nombre y apellido: Daniel Luque.
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