Antonio Lao
El silencio de los pueblos
La biología enseña que la mentira es un recurso frecuente en todos los organismos vivos, una técnica fullera que a menudo alcanza categoría de arte en el uso artificios, dobleces y ratoneras, ya trampeando en el amor o la guerra ya para lograr méritos, riquezas y honores a costa ajena. Es algo tan ingénito esto del engaño que se aprecia incluso entre ciertas secuencias (transposones) del ADN que a veces chanchullan para lograr mayor replicación genética que el resto. De ahí que eso de mentir se viera siempre como algo consustancial a la convivencia y que solo se pudo ir conjurando, a trancas y barrancas, cuando en algunos colectivos racionales se impuso el reproche, primero religioso y luego ético, ante el acto inmoral, y así se fue codificando el respeto a la verdad como uno de los valores sociales básicos para preservar la paz. Pero dado su origen genético, nunca desaparecerá, y la mayoría social debe mantener una alerta intensa, incesante, indesmayable, para reprobar y ridiculizar las ardides innobles del mentiroso, sean ocasionales o sistémicos, y aun ante las psicopatías con difícil terapia, tipo narcisistas, hoy tan normalizadas en algunos sectores elitistas en general, y en el político en particular. Y es que la historia acredita, con largura, que al talante de ciertos políticos no le interesa tanto la verdad -a veces nada- como ganar cada debate que afronte por el poder, que es lo que nutre su autoestima. Eso explica la infamia de la Ley de Amnistía, aprobada este jueves negro: un paradigma de la temible pervivencia y prestigio del embuste en el mundo político. Una ley hija del engaño -sobre lo que se prometió- y de la indignidad -por el precio vil del voto mercadeado-. Un insulto al Estado de Derecho solo concebible en un trastornado sin valores, un desquiciado por mantener, al coste que sea, una presidencia a la que accedió mintiendo a sus votantes y al resto de la sociedad, en la peor tradición del amplio historial de felones que ha sufrido este país: un inmoral, nacido para engañar a quien le pueda reportar ventaja alguna. No entro a razonar la iniquidad de esa Ley, que otros ya han justificado de sobra, pero sí vuelvo a denunciar y me revuelvo contra la fullería patológica de quien la malbarató y aprobó, tras jurarnos cien veces, que nunca lo haría y contra la complicidad culposa de los nacidos para ser engañados que la votaron en el Congreso o le volverán a votar en las urnas.
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