Antonio Lao
El silencio de los pueblos
Cuando nuestra señora Consejera de Educación, Patricia del Pozo, se reunió esta semana con el Consejo Escolar de Andalucía, su reacción debió ser algo así como «¿quieren regular el uso del móvil? Espera, sujétame el cubata. No solo lo vamos a regular, es que lo vamos a prohibir tajantemente hasta segundo de ESO. Verás, me van a hacer la ola». Porque claro, no puede ser, la juventud se nos echa a perder con el uso del móvil. No como los adultos, que en nuestra vida real jamás usamos el móvil para tonterías, no se lo damos a nuestros hijos desde edades muy tempranas para que estén calladitos y se porten bien («el porculo que da el niño… toma bonico, coge el móvil»). Mucho menos se nos ocurre utilizarlo en contextos formales («por el amor de Dios, menuda falta de respeto»). Nunca miramos el móvil si estamos en una reunión, ni en una conferencia, en un curso, en un concierto… No, por favor, nosotros los adultos no hacemos eso. Ni se nos pasa por la cabeza. Los adultos no consumimos nunca jamás contenidos violentos ni polémicos de ningún tipo, desde mentiras sobre política (que sabemos que son mentira pero «mola» compartirlas), pasando por gente que se agrede, se cae, se equivoca, gordos, feos, cojos, hasta vídeos de yihadismo. Eso no lo hacemos jamás los adultos. Tampoco consumimos porno. Nunca, jamás. Cada vez hay un mercado más grande en el porno, pero eso es todo por los niñatos. Tampoco nos lanzamos en picado a ver «mini-vídeos» de Instagram o Tik-Tok, cotillear estados de Whatsapp o el Facebook de mi vecino o de mi vecina. Eso solo lo hacen los adolescentes descerebrados. Comprar compulsivamente es propio de inmaduros, también. Nosotros, los adultos, no nos encaprichamos con compras de ropa, tecnología, o la última chorrada que vemos. Nunca publicaríamos ni una sola foto de nuestra familia o nuestros viajes (tanto menos, nuestra vida entera). Los adultos somos otra cosa. Leemos a Dostoievski, vemos documentales de física cuántica y asistimos a charlas de filosofía epicúrea. ¡Qué vulgaridad, todo lo anterior! Los «señoros» del Consejo Escolar de Andalucía y las familias y profesorado al que representan, tampoco lo hacen.
El día tiene 24 horas y la escuela, como máximo, 6 horas, pero todos los males que padecemos parecen concentrarse en la escuela, que es a la vez víctima, culpable y solución. Con lo cómodo que es prohibir, ¿para qué educar? Mundo hipócrita.
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