A Vuelapluma
Ignacio Flores
Los míticos 451º F
Escucho el reloj del convento de los Jerónimos: las seis de punto de la tarde. Cogió una chaquetilla por si refrescaba al volver, y se dirigió al bar de Pedro. Todas las tardes acudía allí con sus amigos de toda la vida, a tomarse el carajillo y jugar al dominó. Disfrutó del pequeño paseo que lo separaba del bar, cruzando la placita en la que pasó media vida, las moreras se habían vestido de hojas y recordó cuando se subían a sus ramas buscando las primeras hojas para sus gusanos de seda. Todos los niños tenían una caja de zapatos con agujeros, donde criaban esos gusanitos que alimentaban hasta ponerse gordos y envolverse en aquellos capullos de finísimo hilo amarillo, para eclosionar después convertidos en pálidas mariposas. Enredado en sus recuerdos, vio a María, una mujer pequeña, de pelo cano, que paseaba un perrito blanco. Era difícil reconocer en ella a aquella mujer de bandera que bailaba flamenco como los ángeles, con una melena negra que le caía sobre los hombros y enmarcaba un rostro perfecto. Usaba tacones altos y vestía como una señorita, mientras las demás mujeres del barrio llevaban batas floreadas y zapatillas de lona. Pero María era de tronío, y todo el mundo la respetaba, menos su marido, un hombre delgaducho y chulo que siempre iba borracho, y que nadie entendía que vio en él. Por fortuna hacía años que desapareció, se decía que fue un ajuste de cuentas. Desde entonces ella se compró una perrita a la que llamó Luna, y cuando le llegó el final a Luna, la sustituía por otra idéntica con el mismo nombre, así se hacía la ilusión de que ella no la abandonaría como el canalla de su marido. La saludó y ella le sonrió, hasta le pareció que coqueteaba con él, pero no eran nada más que imaginaciones de viejo. Cuando era joven hubiese matado por una sonrisa de esas, pero María ni tan siquiera lo miraba. Enfrente, estaba la casa de Pascual, un caserón desconchado, de cuyas tapias salían, desbordándose, las ramas de glicinias, buganvillas y rosales trepadores, que aún resistían al abandono. Miró hacia arriba, una de las ventanas mostraba el interior vacío por el hueco desvencijado de las maderas podridas, y por un instante le pareció que le hacía un guiño. En ese momento vio, como si fuese hoy, a una chiquillería corriendo despavorida huyendo de Pascual, que les perseguía endemoniado por tocar al timbre y esconderse, le pareció escuchar las risas ahogadas de sus amigos de tropelías. Pero Paco, que vas “ennortáo”, Martín y José llevan media hora esperándote!, le espetó una voz que salía del bar de Pedro. En ese preciso instante bajó del mundo onírico en que estaba sumergido y agradeció comprobar que su barrio y sus amigos siguieran siendo los de siempre, a pesar de estar rodeados de turistas, que cámara en mano profanaban sus lugares sagrados.
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