El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Vengo de Madrid, una ciudad tentadora y hostil, donde hay gente que vive en pie de guerra, atravesados por un hilo de desolación y distancia, sin apenas mirarse, sin apenas conocerse. Al venir desde Almería es difícil respirar un aire espeso de gases que cruje en los pulmones, un aire invisible y silencioso que se mezcla con la belleza muerta de sus hermosos edificios y un trepidar de gentes que se arrojan como lobos a la calle.
Vengo de una ciudad donde la invisibilidad sólo la adquieren los pobres y los viejos, los inmigrantes y los desahuciados de la vida, los refugiados y los arruinados por las hipotecas, etéreos todos, despojados de un hueco en la ciudad porque el ayuntamiento de allí, dicen, quiere esconder sus existencias vergonzantes y los expulsa bajo los puentes de la M-30, donde se vuelven invisibles.
Vengo de ese intrincado laberinto de Madrid donde se cuece y exporta toda la basura y violencia mediática del país, donde la gente de las finanzas consiguen que personas invisibles tributen desde la invisibilidad para ellos, donde se cuecen relaciones de dominio invisibles con los que hacen negocios invisibles con los derechos de los demás.
Vengo de una ciudad, espejo de vanidad y soledades que, como la niebla, te atrapa de arriba abajo y, antes de matarte te envuelve y angustia, como los rostros de dignidad de la cola del hambre que he visto en el barrio de La Latina o en el Comedor Social de travesía Sánchez Preciado, donde hacían fila gente con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, como si quisieran hacerse invisibles.
Si vas a Madrid, no olvides cargar en tu mochila las señales de dignidad de ser aquí, de Almería. Y hazlo con la misma fuerza loca que la hicieron miles de almerienses en los sesenta cuando poblaron los barrios de Madrid y enseñaron a los de allí que la dignidad era poder comprar un kilo de garbanzos y tener olla para compartir.
Y no olvides el agua ni la lata para los gatos callejeros que aquí dejas, ni las voces a gritos de la gente llamarte por tu nombre; llévate los olores de aquí y el sonido de los pasos que agigantan el eco nítido de tu visibilidad, antes de que aquella ciudad te atrape y te ciegue. Llévate cada calle del casco histórico, cada hora de esta ciudad, cada amanecer que son como un estado de promesa. Si vas a Madrid haz saber que, a pesar del rincón al que nos destinó la geografía no somos de la misma esencia humana: que no somos dos que cruzan la vida por la misma acera sin mirarse.
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